El espíritu de una época

AutorFederico Campbell

Parece cosa de poca importancia, pero un trozo de papel que se estaba mojando en el pasto bajo una de esas regaderas de araña me cambió la vida. Me imagino que era hacia 1962 en un rincón de San Ángel, Tlacopac, donde me rentaba un cuarto mi profesor de derecho romano, Guillermo Floris Margadant. Una mañana, sin muchas ganas de vivir, salí caminando indolente y arqueado, con la vista baja -no puedo mantener la línea horizontal hacia enfrente por un problema en las lumbares- y me encontré en el suelo ese pedazo de papel impreso. Era una esquina cortada de La Gaceta, la revista literaria del Fondo de Cultura Económica, y en sus esquinas se alcanzaban a leer unas letras: rreola, eininger, Homenaj... Me puse a leer las líneas que el azar me había puesto en el camino: "Al rayo del sol la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza derrumbarse.

"Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte".

Era un texto corto, de 18 renglones, y al final se infería que quien hablaba era un perro. Lo firmaba Juan José Arreola y se titulaba Homenaje a Otto Weininger. Sentí entonces que el lenguaje escrito podía transportarnos a otra dimensión. Y que eso era la literatura.

Por eso, cuando por una nota de prensa me enteré, en 2001, de que Juan José Arreola terminaba de estar en este mundo, empecé a rememorar lo que significó para mí conocerlo hacia mediados de 1963 y lo importante que fue para muchos escritores en ciernes de aquellos años. Fue el creador, por no decir el inventor, de los talleres literarios en México. Editor, carpintero, ajedrecista, jugador notable de ping-pong, conocedor de vinos, de telas y de la sastrería más fina, Arreola era el espíritu de la época. No hacía más de 15 años que había vuelto de París, donde estudió teatro al lado de Louis Juvet y Jean-Louis Barrault, y todavía usaba esos sacos de pana azul marino que se estilaban entre los jóvenes de la postguerra francesa y en los encendidos antros de Saint Germain de Près. Así se le podía ver en la Casa del Lago a principios de los años 60. Organizó allí grupos de poesía en voz alta y colocó en los jardines mesas y tableros para que los visitantes jugaran ajedrez en las mañanas de los sábados y los domingos.

Lo que Juan José nos estaba diciendo a todos, con sus actos, con su elegancia y su estilo, es que el arte podía muy bien incorporarse a la...

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