Escalera al cielo / La caja negra de Josué Ramírez

AutorChristopher Domínguez Michael

Josué Ramírez empezó a escribir y publicar poesía hace un cuarto de siglo cuando todavía lo urbano, entendido como la posesión lírica o novelesca de la Ciudad de México, parecía el mejor de los caminos a Ítaca. Contra esa pretensión ha conspirado el tiempo, no sólo porque ya desde entonces el Distrito Federal era irreductible a su condición, profetizada por Alfonso Reyes y novelada por Carlos Fuentes, de "región más transparente del aire", sino debido a que la propia figura del poeta como cantor de la ciudad era anacrónica. Estaban, recién canonizados, las declaraciones de amor y odio, de Efraín Huerta y todavía en 1987, Octavio Paz, se atrevió, sólo él podía hacerlo, a escribir "Hablo de la ciudad...", poema donde agotó, como pagando una deuda con ismos en los cuales se les acusaba (y se le acusa) de no haber militado, lo que tantos poetas soñaron con hacer algún día que entonces llegó y se hizo añicos.

A aquella fantasía nocturna, que confabulaba a poetas imberbes asombrados ante el misterio flaneador de quien imagina al mundo entero desvelándose gracias a la luz eléctrica prendida y apagada tras una ventana, perteneció Ramírez. Intentó realizar ese periplo, con atisbos y tropiezos, en libros subsecuentes, como en Los párpados narcóticos (1999) y en Ulises trivial (2000), pero no es sino ahora, con Trivio (Bonobos, 2012), cuando ha encontrado su camino. Nacido aquí, en 1963, Ramírez se da de alta en la tradición, primero ufanista y luego autodeprecatoria, elogio y horror de la grandeza urbana, tan propia de la Ciudad de México desde Balbuena hasta Pacheco: "Quizá porque su nombre es tan antiguo, al ser mirada, la / ciudad entraña un sentimiento de poder. / Un vaso de verdad es nuestro sino; piedra, ladrillo o cemento / es la imagen de su nombre: / México la llamaron los aztecas y México se llama ahora. / Y la palabra que nombra la ciudad también le da nombre al país: / méxicos en los que con agua se lava la sangre." Pero por fortuna, una vez que toca pared, Ramírez se despide, y el riesgo de la declamación, aunque sea noble, desaparece de Trivio.

A diferencia de otros, más interesados en ser poetas que en escribir poesía, Ramírez no renunció a su asunto. Perseveró con obsesión de artesano, sometiéndose a la disciplina ascética que significa cortar, resumir, podar, buscando concentrarse en aquello descubierto en sus días de flaneador, que la poesía o, al menos, la suya, debería ser conversacional, pero no porque fuera prosaica, vernácula o...

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