Escalera al cielo / Giacometti a trasluz

AutorSergio González Rodríguez

La conversación como principio literario ha sido uno de los mejores recursos del escritor y crítico de arte Franck Maubert.

En El olor a sangre humana no se me quita de los ojos, Maubert ya había mostrado su destreza para ahondar, mediante el diálogo extremo, en el proceso creativo del pintor Francis Bacon. Ahora, recupera la historia olvidada de Caroline (Yvonne-Marguerite Poiraudeau), modelo última del genial artista Alberto Giacometti. Giacometti representa a uno de los protagonistas del arte moderno que halló en el París de Montparnasse un entrecruzamiento cultural que unía, por un lado, su vinculación con el impresionismo, el cubismo y el surrealismo; y, por otro, la sensibilidad existencialista de la segunda posguerra, que ejemplifica su amistad con el escritor Samuel Beckett, quien en la vida real pareció encarnar el ideal de las figuras giacomettianas, esbeltas, altas, de carácter trágico y reducido a lo esencial: el ser humano al que sólo queda su dignidad una vez que ha sido desprovisto de todo.

Maestro del dibujo, del que partía toda su concepción estética, Giacometti sabía descifrar sus modelos, ya fueran dibujados o bien moldeados, desde el punto centrífugo o rasgo fisionómico, para desarrollar a partir de allí la eclosión creadora. Trabajaba una y otra vez sus acercamientos al rasgo primordial hasta que, en algún momento, podía desprender la serie de irradiaciones que lograban la formidable integridad de cada obra. En sus figuras, estaban el saber acumulado, la densidad cultural, la comprensión de su tiempo y el afecto cotidiano a la vida sencilla, que absorbía en sus paseos parisinos o en el encierro de su estudio modesto, que evocaba una atmósfera rural y los acentos de un entorno decimonónico inmersos en una mente vanguardista.

Maubert elabora la crónica del encuentro entre Caroline, una prostituta muy joven y hermosa, y el artista de origen italiano, pocos años antes de su muerte. El origen de la curiosidad de Maubert frente a esa historia se remonta a tres décadas atrás, cuando éste observa en un museo un cuadro excepcional: una muchacha sentada frente al pintor con un vestido rojo y las manos sobre sus muslos. Para el observador, la mirada de ella se desborda y llena la sala y el museo completo, succiona su atención y se apropia de su mente: "Había una luz que me atraía; aquella mujer sentada me miraba, no miraba a nadie más que a mí y se hacía más poderosa que todo lo demás. Hundir la mirada en la suya. Se hace más...

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