Escalera al Cielo / La estación de Finlandia

AutorChristopher Domínguez Michael

Es ya un tópico decir que, a lo largo de la vertiginosa y cruenta historia del siglo veinte, no hay una ilustración tan completa como la encarnada por Dmitri Shostakóvich (1906-1975) de las contradicciones crecientes y de las ambigüedades trágicas a las que ha estado sometida la conciencia del artista, al menos desde que un agonizante Virgilio quiso deshacerse de la Eneida que Augusto le había encargado. Las relaciones de Shostakóvich con esa Revolución Rusa en la que él prácticamente nació y en cuyo destino se vio irremediablemente involucrado, él mismo que recordaba haber visto, de niño, llegar a Lenin a la estación de Finlandia en 1917, van más lejos e interrogan a la propia naturaleza del arte como espejo de la vida y como engañoso instrumento de las ideas políticas o religiosas.

Obligado, durante las campañas antiformalistas soviéticas, a componer una música que sonase un poco popular o un tanto folclórica, Shostakóvich dialogó, íntima o veladísimamente, con sus contemporáneos como Bartók o Schoenberg sin que esa conversación pudiese ser decodificada del todo por sus celadores. Gran parte del genio de Shostakóvich estuvo -lo dice Bernd Feutchner en Shostakóvich. El arte amordazado por la autoridad (Turner, 2005)- en su capacidad para imitar el aura de cualquier tipo de música sin perder, aún en sus desfallecimientos académicos, su propia voz. El centenario de Shostakóvich, al que ya se refirió con precisión Gerardo Kleinburg en este suplemento, trae otras novedades bibliográficas, como una nueva versión de las polémicas memorias que el músico dictó a Solomon Volkov y que Aguilar tradujo en 1991: Shostakovich and Stalin. Es de desearse que se traduzca A Shostakovich Casebook, de Brown, y Shostakovich and his World, de Fay. Y todavía puede encontrarse en nuestras librerías (en edición de Alianza Música) la biografía de Shostakóvich que publicó hace 10 años el musicólogo polaco Krisztof Meyer, la que más me gusta entre las dos o tres que conozco.

De Shostakóvich sabemos (o creemos entender) que no fue ni el leal artista oficial al servicio del régimen soviético que pintaron lo mismo sus panegiristas que sus enemigos, pero que tampoco hizo de su vida entera una simulación en la cual cada nota de sus sinfonías o de sus cuartetos habría querido decir exactamente lo contrario que las autoridades pensaban ingenuamente que decían. Para ventura del arte esa ambigüedad es de una endiablada riqueza de matices. Hace ya varias meses alcancé a...

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