Una epopeya de piedra

AutorDaniel de la Fuente

La camioneta avanzaba lenta por el sendero que dentro de algunos meses sería la carretera más importante entre Monterrey y el resto del estado. Federico Cantú, en el asiento del copiloto, buscaba con tensión algo en la sierra agreste y colosal, lejos ya el poblado de San Pedro Iturbide. Pareciera que hurgaba cada centímetro, cada formación de piedra sobre piedra.

El sol del mediodía de aquel abril de 1961 caía recio sobre el silencio del camino. Tras revisar las rocas, el regiomontano que tendría el privilegio de ver su pintura colgada en el Museo de Louvre ordenó a su hijo detener el vehículo con un grito estentóreo, casi de angustia.

"¡Párate, párate!", exigió el hombre que decía haber sido discípulo de Modigliani y que Cadereyta era una llanura donde paseaban cíclopes, pegasos y centauros.

Su hijo detuvo bruscamente la camioneta. Sin decir una palabra, el artista nacido en Monterrey en 1903 bajó apresuradamente para contemplar absorto una singular pared de piedra que se estiraba hasta el cielo, y que los pobladores denominaban Los Altares.

"Aquí", dijo quien a los 14 años contemplaría el relámpago de la iniciación en la Escuela al Aire Libre de Alfredo Ramos Martínez, como si contemplara la tierra prometida. "Aquí va a ser...".

Largo tiempo permaneció Cantú en aquel paraje de vientos entrecruzados, observando la magnificencia del cañón natural. Al finalizar, el artista que hizo vida y obra en ciudades como París y Nueva York pidió regresar a su casa en Monterrey, ciudad a la que siempre denostó por su pedantería, de la que dijo que si se hubiera quedado en ella, "se hubiera muerto de hambre".

Febril, de las 4 de la tarde a las 6 de la mañana del día siguiente, el falso oriundo de Cadereyta trazó figuras sobre el papel de estraza. Las musas no llegaron tarde a la cita. Dibujó tal cual se vería nueve meses después a la diosa Ceres-Xilonen, gran fecundadora, arropada por un águila real, rodeado el cuadro por magueyes, pumas, venados, bueyes, carretas, caballos de crines ensortijados, hombres trabajando, políticos del momento; la propia imagen del autor, de rodillas, humilde, ante ese canto extraño de nacionalismo y mito que le salió de golpe, nervioso. Como un parto que careció de concepción.

El flechador del sol, figura que le daría el nombre al mural, destacaba en la parte superior del boceto, en el que se vislumbraba un lenguaje pétreo y poderoso, hambriento de una cosmovisión original.

A las 8 de la mañana de ese día, el artista que se desplazaba con maestría de lo erótico a lo religioso se anunció en la oficina del entonces Gobernador Raúl Rangel Frías. El constructor de Ciudad Universitaria lo recibió, sorprendido.

¿Qué pasó?, le preguntó el mandatario.

"Aquí está tu obra"...

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