Entrevista / Barry Gifford / La reinvención del camino

AutorAntonio Lozano

Su juventud transcurrió sobre ruedas y ha llegado a crear una novela a partir de la foto de un vehículo atravesando el desierto perseguido por un rayo. Montó a sus personajes Sailor y Lula en un coche que cruzaba un paisaje azotado por la violencia más demencial. Pero sin abandonar la carretera, en los últimos años Barry Gifford se ha puesto tierno. Si no lo cree, abra Una puerta al río (La Otra Orilla, 2008).

Cuando era un niño, Gifford se montó en un coche del que todavía no ha bajado. Lo conducía su promiscua madre, quien inició una ruta por Chicago, los cayos de Florida y Nueva Orleans, entre otros lugares, que se prolongó durante los años 50 y principios de los 60, con apariciones esporádicas de su padre, un gángster de medio pelo que murió cuando el escritor contaba con 12 años.

Aquella juventud disfuncional, solitaria y errante, construida a base de moteles de carretera, tipos marginados, historias que desafiaban la imaginación y toneladas de preguntas sin respuesta, ha sido, convenientemente reformulada por los excitantes mecanismos de la ficción, el combustible de varios libros y de multitud de relatos.

Una selección de este material biográfico-soñado se reúne en Una puerta al río, que su autor insiste en no calificar de novela de formación, sino de ejercicio de arqueología, al recuperar unos escenarios, unos tipos humanos y unos argots barridos por la aceleración de los ritmos de la vida.

Los depurados y melancólicos microcapítulos que articulan el libro (y que se pueden complementar con los poemas-haikus de Las cuatro reinas) configuran para Gifford una suerte de En busca del tiempo perdido con olor a gasolina.

¿Cómo formó su carácter el hecho de haber vivido en la carretera durante parte de su infancia y adolescencia?

En primer lugar, tuve que aprender a cuidar de mí mismo, porque una considerable parte del tiempo me lo pasaba solo, por lo general en una habitación de hotel. Este aislamiento me preparó para ser escritor; pero también me ayudó lo contrario, pues aquellos años me permitieron conocer a mucha gente y prestar atención a sus historias. Y ya se sabe que la curiosidad es la base de toda escritura.

Cuando estaba en compañía de mi padre y sus amigotes, mi deber como niño era mantener la boca cerrada, y me concentraba en descifrar el significado real del lenguaje simbólico que empleaban. Por otro lado, aquella incansable movilidad me enseñó a sentirme cómodo casi en cualquier sitio.

Si tuviese que quedarse con un solo...

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