Entregas en caliente / Volver a la vida

Natasha escucha unos murmullos que la hacen salir de su letargo. Llevaba cuatro días inconsciente. Tiene un dolor intenso en la quijada. Se soba. Con lentitud abre los ojos y mira extrañada todo lo que la rodea: un foco desnudo que cuelga del techo sin ninguna lámpara como pantalla, unos trastes amontonados en el lavabo debajo de un grifo que gotea, un montón de comida en lata apilada en una de las esquinas, un suero que la ha alimentado a través de sus venas y lo que más llama su atención, una cantidad exagerada de imágenes de santos, cada una de ellas frente a una veladora.

A los pies de la cama, con los ojos cerrados, se encuentra arrodillado Kurt, el demoledor. Tiene la frente apoyada sobre los gruesos dedos entrelazados de sus manazas.

-...el pan nuestro sustancial dánoslo hoy. Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del maligno, pues tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén -arrepentido reza fervientemente el gigante las oraciones que un amigo ortodoxo le enseñó hace tres días.

Natasha observa el dolor intenso del hombretón. Ahora recuerda esa barba tupida y esas cejas pobladas enmarcando la mirada enfurecida que se clavó con odio sobre ella, poco antes de que el mastodonte soltara la bofetada con todas sus fuerzas rompiendo la promesa de que tan solo le pegaría con dos dedos de su mano zurda.

Cuando Natasha, aspirando a llevarse los cien mil dólares de la apuesta, derribó de una cachetada a Kurt, el demoledor perdió la cabeza y enfurecido se levantó sin ninguna complacencia ni clemencia. La rusa era la única persona que había logrado derribarlo en toda su vida.

Cuando la rubia salió volando...

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