Enrique Krauze / El segundo debate

AutorEnrique Krauze

Los excesos de la libertad de expresión se combaten con la libertad de expresión. Pero el proceso de acotamiento es un largo aprendizaje. Para cimentarlo, en Letras Libres hemos insistido en la necesidad de propiciar en todos los ámbitos pertinentes (para empezar en las universidades, también en los periódicos, la radio, la televisión, el internet) una genuina cultura del debate. Una inocua conversación académica no es un debate. Un feroz linchamiento público no es un debate. Un debate presupone el respeto elemental por el adversario.

Los debates pueden ser una escuela de civilidad donde se aprende a fundamentar, a argumentar, a disentir con razones y claridad. En la pública confrontación de las ideas, las posiciones irracionales exhiben su pobreza, y la tolerancia -lentamente- se va abriendo paso. Los debates son un vehículo esencial para la limpia construcción de nuestra democracia y el modo mejor de propiciar ciudadanos activos y responsables. Pero la triste realidad es que nuestra cultura del debate está en pañales.

Por todo ello era importante organizar debates de altura entre los candidatos a la presidencia. La crítica generalizada al primer debate impone al IFE una decisión pronta y expedita: cambiar la forma para cambiar el fondo. Aún hay tiempo, pero no mucho. A juzgar por la ligereza con que se concesionó la producción y la cantidad de detalles que fallaron -desde la "evidente edecán" (adjetivo borgiano que debemos a Guillermo Sheridan) hasta la rigidez soviética de los tiempos, el escenario, las cámaras y los encuadres- las cosas pueden salir mal. Si el segundo debate nos receta más de lo mismo, muchos ciudadanos quedarán no sólo decepcionados sino indignados. El hartazgo y la crispación pueden alimentar otro período postelectoral convulso, en un marco nacional más riesgoso que el de 2006. Un camino para evitarlo es honrar la libertad de expresión y propiciar un debate que lo sea en verdad.

El pasado domingo no presenciamos un debate sino casi un simulacro. Los propios candidatos repartían su tiempo en repetir sus mensajes de campaña, y atacar o contestar brevemente al adversario, sin que se diera -más que en chispazos- oportunidad para una auténtica confrontación. Quienes días antes tuvieron ocasión de ver el debate entre Sarkozy y Hollande pudieron advertir la diferencia. Sencillamente, era otro juego, no sólo por la autenticidad con que discutían los contendientes sino por las reglas de esa apasionada y áspera discusión...

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