Enrique Krauze / El problema de los iluminados

AutorEnrique Krauze

Los líderes redentoristas, narcisos enamorados de su autoproclamada belleza moral, no se hacen responsables de las consecuencias de sus actos. Esta verdad de hierro fue el tema de "La política como vocación", célebre conferencia que impartió Max Weber en enero de 1919 en Múnich. Su llamado resuena en nuestro tiempo.*

Las circunstancias eran dramáticas. Alemania había perdido la guerra. En medio de la crisis económica y el desaliento social, cundía la polarización ideológica: el rencor nacionalista apelaba a los mitos germánicos, el mesianismo revolucionario buscaba emular el reciente triunfo bolchevique.

Weber hablaba a un público compuesto por jóvenes anarquistas y comunistas, todos de buena fe. Uno de ellos, el dramaturgo Ernst Toller, dejó un testimonio significativo:

Es a Max Weber a quien la juventud de ese tiempo volteaba a ver, atraída profundamente por su honestidad intelectual. Weber detestaba el romanticismo político [...] el orden prusiano, basado en la distinción de clase, debía desaparecer, junto con el poder de la burocracia. Debíamos abrir paso a un gobierno parlamentario, con control democrático.

Weber estaba defendiendo la naciente y frágil república alemana, pero los jóvenes no valoraban su mensaje. "Nuestra preocupación -escribió Toller- iba más allá de los pecados del káiser o la reforma electoral. Queríamos crear un mundo nuevo, confiábamos en transformar el orden existente para cambiar el corazón de los hombres". E interpeló al maestro: "Muéstrenos el camino. Hemos esperado suficiente".

Pero el maestro no tenía profecías que ofrecerles. Lo que podía transmitir era la esencia de su pensamiento político, fruto de una obra sociológica que abarcó todas las culturas y civilizaciones.

Su premisa consistía en reconocer "la urdimbre trágica en que se asienta la trama de todo quehacer humano y especialmente el quehacer político". A partir de ella, definía la política como "el rudo y lento taladrar de tablas duras" que, justamente por serlo, reclamaba en el político cualidades muy precisas. Una de ellas, sin duda, era la entrega apasionada a una causa, pero Weber aconsejaba orientarla con la mesura, la prudencia. El equilibrio era difícil, porque contra ambas conspiraba la vanidad, típica de los demagogos: "no hay deformación más perniciosa [...] que el baladronear de poder...".

Los jóvenes esperaban que bendijera moralmente sus afanes revolucionarios, pero Weber, fiel a su vocación científica, los descorazonó. Entre la ética y...

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