Enrique Krauze / El olivo de la reconciliación

AutorEnrique Krauze

Por primera vez en la Historia, el duelo de los católicos del mundo por la muerte de un Papa es compartido plenamente por los judíos. En sentido estricto, no fue Juan Pablo II el que comenzó a reparar la antigua herida del antijudaísmo católico. Ese logro le correspondió al Papa Juan XXIII, que desde 1962 encargó al cardenal jesuita Agustín Bea la redacción de un documento dedicado a las "religiones no cristianas", con énfasis especial en la religión judía. "El problema bimilenario, tan viejo como la Iglesia misma, de las relaciones de la Iglesia con el pueblo hebreo (escribió en 1968 el propio Bea en La Chiesa e il popolo ebraico) se había vuelto más agudo y reclamaba la atención del Concilio Ecuménico Vaticano II, sobre todo a raíz del espantoso exterminio de millones de judíos por parte del régimen nazi en Alemania." Juan XXIII no ignoraba que, a lo largo de esos dos milenios, el papel de la Iglesia con respecto al pueblo judío se había caracterizado por una condena teológica (el supuesto repudio de Dios, la teoría del deicidio) traducida a su vez en una legislación civil discriminatoria e intolerante. Los judíos no podían ocupar cargos públicos, poseer bienes inmuebles, comerciar libremente, escoger su lugar de residencia. Durante las Cruzadas, la situación se deterioró, dando lugar a teorías conspiratorias que desembocaron en atroces persecuciones, conversiones forzosas, expatriaciones masivas, suicidios colectivos. Por increíble que parezca (porque las religiones, como sabemos ahora, son estructuras que miden su vida en milenios), ese vasto prejuicio llegó hasta el siglo XX, encarnado, por desgracia, en la figura de otro Papa (Pío XII) cuya aversión a los judíos y proclividad al Tercer Reich ha sido documentada por autores católicos de honestidad insospechable.

Por fortuna, tras él advino un Papa a la altura de los tiempos. Aunque no vio coronada su obra (murió antes de que concluyeran los trabajos del Concilio), Juan XXIII sentó las bases de un cambio histórico en la Iglesia, una puesta al día que el discreto Pablo VI continuó, como muestra la promulgación (en la clausura del Concilio, el 8 de diciembre de 1965) de la declaración "Nostra Aetate", aprobada dos meses antes con casi total unanimidad (2,221 votos contra 88). "Al investigar el misterio de la Iglesia -decía el párrafo Cuarto, dedicado a la religión judía- este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la...

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