Enrique Krauze / Dos maestros

AutorEnrique Krauze

¿Cuándo y por qué se deterioró en México la imagen del maestro? No lo sé, pero es urgente repararla. Todos tuvimos maestros que nos marcaron para bien. Tal vez recordarlos ayude a reivindicar su digna vocación.

Febrero de 1965, salón 101 de la Facultad de Ingeniería en la UNAM. Sentado en un pupitre, Don Enrique Rivero Borrell, maestro de matemáticas, tomaba la lista de sus futuros alumnos. Impecablemente vestido con un traje beige claro y corbata de moño, proyectaba sencillez y serenidad. Era de estatura poco más que mediana, algo regordete, usaba gruesos lentes, tenía el pelo escaso y cano. Ahora creo que apenas rebasaba los 50 años (fue condiscípulo de Javier Barros Sierra, nacido en 1915) pero parecía mucho mayor. Fue la única vez en su curso que lo vi sentado. Como los oradores romanos, impartía su cátedra de pie, con voz pausada y suave. Nunca faltó a su clase. Con impecable letra Palmer, desarrollaba sus temas en el pizarrón -o, mejor dicho, los dibujaba- sin voltear la mirada a su público. Así recuerdo que nos explicó la Teoría de conjuntos y otros arcanos. Desde las bancas, los jóvenes rapados, los "perros", seguíamos en silencio aquella melodía visual. Lo que nos fascinaba era la claridad y el rigor con que el maestro nos guiaba para entender desde su esencia -no mecánicamente- los conceptos. Al final, contemplaba con orgullo aquel efímero mural matemático del que tampoco nosotros podíamos desprender la mirada. Nadie que tomase en serio la clase de Rivero Borrell podía salir al mundo de otras disciplinas, por más remotas que fueran, sin una estructura, o al menos una exigencia de estructura. Lo que el maestro transmitía no era sólo un conocimiento, sino una forma de llegar al conocimiento.

A través del año escolar, su método de ponderar el avance de los alumnos no consistía en someterlos a un examen sino en verlos desempeñarse frente al pizarrón. Al final de los cursos concentró al grupo en el Auditorio de Ingeniería -éramos más de cien- y nos dictó el único examen del curso. Inmediatamente después abandonó el recinto, dejándonos absolutamente solos. Hubo, como es de imaginar, un copiadero frenético. Los estudiantes avanzados les pasaban a los otros las respuestas en los baños. Todos salieron confiados en su pase y hasta en una alta calificación. A los pocos días, en la entrega de las boletas, nos dimos cuenta de que el maestro había aprobado a un treinta o cuarenta por ciento del salón. Las calificaciones que había puesto eran...

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