Al encuentro con el Astro Rey

AutorRicardo Garza

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ISLA DE BAZARUTO, Mozambique.- Son apenas las 3:45 horas y los caballos están listos para atravesar, en medio de la penumbra, las secretas veredas de este archipiélago tropical del sureste africano.

El inusual horario de la cabalgata se debe a que los viajeros recibirán el Sol desde una monumental cordillera de arena blanca que primero se convierte en playa, y luego se desvanece en el agua turquesa del Índico mozambiqueño. El privilegiado ángulo visual de este espectáculo natural exige la interrupción prematura del reposo con Morfeo.

La cita con el Astro Rey está programada para las 4:46 horas; por eso, los equinos descifran en un apresurado trote los senderos trazados por palmeras, arbustos y pastizales, los cuales, como ellos, anhelan la energía vital que irradia la estrella.

El cielo comienza a clarear cuando la procesión se enfrenta al último tramo de su madrugadora aventura: la gigantesca montaña de fina arena cuya pendiente menos pronunciada alcanza los 60 grados. Pero eso no es un inconveniente para los caballos, pues la duna les ha hecho desarrollar una habilidad propia de los camellos: no temer ante la flácida e inclinada superficie.

Su galopar es lento porque las pezuñas se hunden tanto, que la arena acaricia su vientre y los pies de los jinetes, pero no reflejan nerviosismo: saben que el terreno no los devorará y que al final del camino habrá una recompensa.

La cima se aproxima, al mismo tiempo que el rumor de las olas que rompen en la playa, lejanas aún mientras la brisa marina saluda con su frescura a los audaces que escalan la montaña.

Finalmente, la cumbre, una virgen y extensa planicie en la que sólo están impresas las huellas del viento, se alcanza cinco minutos antes del amanecer.

Jinetes y caballos dirigen su vista hacia el horizonte, donde emerge del transparente mar un semicírculo anaranjado que en pocos minutos alcanza un gran fulgor.

A cada segundo, el cielo sufre una metamorfosis cromática que va del rosa al púrpura y culminan en un intenso azul.

La arena se ilumina primero de color ladrillo y luego de un límpido beige con pretensiones de blanco.

"Ver este espectáculo es lo que me mantiene en la isla", dice el jinete guía, un muchacho sudafricano de 22 años que prefirió entregar su vida a la placidez de las olas, y no al estudio o al trabajo citadino.

La cálida playa llama a los viajeros, quienes descienden hasta ella para cabalgar a gran velocidad entre miles de cangrejos que corren a encontrarse con el mar.

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