Elegía para un antro

AutorDavid Lida

Creí que conocía todos los bares que valían la pena en la Roma y la Condesa. Pero una noche, hace un par de años, me encontré con la bronca de siempre de los domingos en la noche: ¿a dónde ir?

Absolutamente todo estaba cerrado, menos los restaurantes más sangrones de las avenidas Michoacán y Tamaulipas.

Estaba con una amiga, una corresponsal norteamericana.

- Conozco un lugar -me dijo.

Me llevó a la esquina de Valladolid y Tabasco, cerca del Palacio de Hierro, a un antro de dos pisos que se llamaba La Covachita Taurina. La planta baja se distinguía por sus paredes pintadas de un intenso color mamey oscuro, sus techos enanos, y su ausencia de clientela.

Apareció un mesero somnoliento.

- ¿Qué cervezas hay? -le pregunté.

- Corona -dijo.

- ¿Y qué más?

- Y más Corona.

- Bajo las circunstancias, voy a tomar una Corona.

De pronto, una morena de suéter blanco, con cuerpo de osito de peluche, se sentó en nuestra mesa sin invitación. Dijo que se llamaba Reyna. Su sonrisa brillaba, tanto por su luz interior como por sus dientes enmarcados con oro y plata.

Mientras nos contaba la historia de su vida, Reyna consumió una cantidad impresionante de toritos por nuestra cuenta. No me acuerdo si eran de coco o de cacahuate. Reyna supuso que mi amiga y yo éramos amantes incipientes, y le ofreció a la gringa un consejo.

- El parece un buen chico -le dijo-. Da lo mismo. Prométele todo, pero no le des nada.

Acto seguido, se nos acercó un tipo enorme, siniestro y perdidamente borracho.

- ¿Son extranjeros, verdad? - nos preguntó. Empezó un tango interminable sobre su experiencia como combatiente en la guerra de Vietnam, y luego viajando como "roadie" con Jim Morrison y los Doors. Como tenía más o menos cuarenta años, supuse que el cuento era totalmente imaginario.

Empecé a frecuentar el antro. No sólo estaba abierto los domingos en la noche, sino trescientos sesenta y cinco días, veinticuatro horas al día, incluyendo Nochebuena y Año Nuevo.

Yo no tenía idea por qué se llamaba La Covachita Taurina. Aparte de un solo cartel de una corrida de toros, de taurina no tenía nada.

El primer piso, normalmente más tranquilo que la planta baja, era color azul cielo. Allí se encontraban los clásicos burócratas, con sus cabellos engominados, sus panzas voluminosas, y sus trajes y corbatas chafísimos, en pleno romance con las ficheras y las golfas. Me acuerdo de una que traía un vestidito negro con tremendo escote, por el cual prácticamente se derramaban sus senos enormes. Si, de...

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