El año del elefante

AutorEdgardo Bermejo Mora

Meses antes el general Don Vicente Guerrero había sido fusilado por órdenes de Anastasio Bustamante, y en la ciudad se esperaba la llegada de Manuel Gómez Pedraza quien debía asumir la presidencia ganada en las elecciones de 1829. En medio de esta confusión la Universidad cerró sus puertas, y yo, un joven acapulqueño recién llegado a esta sucia ciudad de los palacios abandonados, y poco entendido en las artes de la política, mataba el ocio recorriendo una y otra vez las calles, con unos cuantos centavos en el bolsillo y esperando enamorar a las niñas ricas que se apostaban a los pies de los balcones en las residencias del Empedradillo, el callejón de los comerciantes ricos de España donde por aquellos días se veía a más de un estudiante empobrecido, cazando fortuna y amores edulcorados hasta la náusea, con poemas y flores que arrojaban sin temor al ridículo a las faldas de aquellas quinceañeras melosas y bobas.

Todas las mañanas, luego de la visita al Empedradillo, terminaba sentado en una banca de la Alameda a la espera de que algo nuevo sucediera en esta ciudad que transcurría lenta, sin gracia y como presa del fastidio. Pero fue precisamente en una de esas jornadas de haragán, cuando me encontraba pensando en el título de médico cirujano que orgulloso le mostraría a mi padre, y en las caderas jugosas de mi prima Norma, mi prometida, que apareció aquella figura bestial ante mis ojos.

Vivía yo entonces en el Callejón de Dolores, nada más peligroso que aquella zona plagada de rateros. Por el pequeño cuarto que compartía pagaba tres pesos mensuales, y cada vez que debía desprenderme de aquella cantidad me asaltaba la certeza terrible de que transcurriría otro mes sin poder visitar El Progreso, una taberna exclusiva donde se reunían la crema y nata de los masones y los hombres ilustrados de la capital; pagar los veinte metros cuadrados de aquella residencia añosa me alejaban también la posibilidad de visitar La Cascada, un lupanar de relumbre al que acudían con envidiable frecuencia los hijos de tal, y se dejaban querer a costillas de sus padres, que les costeaban los estudios y las putas. Por aquellos días asistir a las funciones de ópera en el Teatro Principal era algo más que una diversión, se le tenía por requisito, si acaso se andaba en busca de formar parte del séquito de los poetas y los artistas. No obstante, siempre tuve la certeza de que ni ellos, y mucho menos, nosotros los ignaros seguidores de Hipócrates, entendíamos gran cosa de...

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