Eclipse

AutorPablo Soler Frost

No por ello dejará de ser la luz que han emitido las estrellas lejanas y que llega hasta nosotros, el testimonio más antiguo de la existencia de la materia.

Alexander von Humboldt, Cosmos

Enmedio de la ciudad, en una esquina histórica, cuyo fundamento era una cabeza de serpiente de piedra y sobre la cual se levantaba un palacio criollo, una mujer indígena preparaba unos elotes asándolos sobre un anafrecito. Olía a carbón, y olía limpio. Sobre la banqueta de reliz amarillo y bajo los postes, los anuncios, la cruz colonial, los cables y las ventanas pintadas con letreros, el humo cenizo del carbón de México y el olor dulce y sabroso del elote se mezclaban con otros olores, nada agradables, procedentes de los albañales, y con los aromas de una tienda de perfumería. Los elotes estaban grandes y muy tiernos, porque eran primerizos, no eran del lote fino de septiembre, cuando mero es; apenas estábamos entrando en agosto. Lo mismo que habían hecho sus ancestros hacía mil años hacía esta mujer, como si la Ciudad de México no existiera a su alrededor. El siguió caminando por una de las calles del centro. No iba de traje, ni siquiera de guayabera, sino, cosa rara en él, de mezclilla. Era blanco. Parecía gringo, pero, si se le miraba a los ojos, pudiera pensarse que era mexicano. Había vivido temblores, explosiones y motines mientras buscaba libros viejos acerca del sueño de Bolívar. Y, sí, era mexicano, nomás que nieto de franceses del Mediodía. Siguió su camino a espaldas del gran barco de piedra y de piedad de Catedral y se persignó. Unos días más y sería la fiesta de la Asunción. Hoy iba a haber un eclipse solar, eclipse que provocó miedo en las gentes, lo que había valido para que el periódico La Prensa encabezara su edición de esta mañana húmeda y soleada, así: "¡Herejes!"

Eso le hizo gracia. Era exacto lo que él pensaba. Porque fin, fin habría. Pero no era propio estar hablando de él, ni especulando, ni maquinando nada acerca del último día. El, que era católico, gustaba de una frase de Martín Lutero, que decía: "Aunque supiera que hoy es el fin del mundo, de todas maneras sembraría un árbol o una flor". Lo usaba como divisa cada vez que la gente le hablaba de energía, de horóscopos (que él llamaba para sí "el error caldeo"), de objetos voladores, de misterios sin resolver, de la apertura de los chacras, de meditaciones trascendentales y toda la gama de panfiladas en que creían muchos de sus contemporáneos, a muchos de los cuales, por otra parte, respetaba. Por su pensamiento iba a esa palabra tan en desuso: herejías. Lo peor de todo, pensaba, era que, en el remolino de la confusión actual, no podía convencer a nadie de abandonar esas...

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