Dominicana sublime

AutorAnaline Cedillo

Fotos: Analine Cedillo

Enviada

SAMANÁ, República Dominicana.- No hay música ni sombrillas coloridas clavadas en la arena.

Tampoco hay vendedores ambulantes, excepto aquel personaje de baja estatura que lleva a cuestas un pescado de casi la mitad de su tamaño y lo ofrece a quienes estamos de paso en Playa Frontón, en el extremo este de la península de Samaná, al noreste del País.

Para llegar al paraje deshabitado partimos en auto desde Las Terrenas, ese pueblecito en el que habita una comunidad de europeos desde hace más de 25

años, y después de un par de horas de camino pisamos Las Galeras, un pueblo de pescadores, donde subimos a una panga de motor.

Desde que la lancha se internó en el Atlántico anticipamos el carácter virginal de esta zona peninsular, sin cadenas hoteleras (a diferencia de Punta Cana) y sin los vestigios coloniales de Santo Domingo, la capital dominicana y primera del Nuevo Mundo. Vamos como colonizadores. Casi.

Antes de atracar el bote vemos a un grupo de personas, turistas y locales, entregados a las delicias del clima y el agua transparente que invita a colocarse el visor y sumergirse.

Los exploradores emprenden la caminata cuesta arriba por las rocas volcánicas que sirven de telón de fondo a las palmeras de la playa, mientras otros, suspendidos en la quietud que reina en el Cabo Samaná, buscamos una sombra para contemplar el espectáculo turquesa.

Fue esta tranquilidad lo que trajo de regreso a su país a Roberto Guzmán, pescador, guía de turistas y propietario del B&B Casa Dorado; antes fue arquitecto y habitante de Nueva York por 18 años, hasta que el 11 de septiembre del 2001, como a tantos, le cambió la vida.

Improvisadamente y sin dramatizar, Roberto cuenta que se salvó de morir en el atentado a las Torres Gemelas. No así algunos de sus compañeros de trabajo, quienes estaban en uno de los edificios en el momento del impacto.

El dominicano asegura que tras los ataques la ciudad le pareció hostil. Entonces decidió volver a una vida pequeña, quizá demasiado sencilla para los adictos al ajetreo urbano, pero llena de paz auténtica.

El temperamento relajado de los dominicanos de la península también atrae a los extranjeros. Cerca, un grupo ha hecho un refugio con hojas de palma secas y alguien descansa dentro; mientras, una forastera silenciosa acepta de manos de Manuel, otro marinero, un trozo de pescado recién asado sobre una sencillísima parrilla sobre la arena.

Tomar sol, darse un chapuzón y comer pescado parecen las...

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