Diego Valadés / El gobierno que merecemos

AutorDiego Valadés

En agosto de 1811, cuando el filósofo ultraconservador Joseph de Maistre representaba a Cerdeña ante el zar Alejandro, escribió una carta donde afirmó que "cada nación tiene el gobierno que merece".

De Maistre forjó esa máxima, luego muy repetida aunque casi siempre mal atribuida, cuando explicaba la esencia del poder zarista, al que definía como autocracia. Para el célebre reaccionario, enemigo acérrimo de la Revolución francesa y del naciente constitucionalismo, el autócrata no ejercía de forma irregular el poder; tan sólo mandaba sin a su vez ser mandado. Por eso al monarca se le conocía como soberano, pues nadie estaba por encima de él.

Hace un par de siglos Europa se planteaba la transición de la monarquía tradicional, con funcionarios responsables ante el autócrata, a la monarquía constitucional, con funcionarios responsables ante el parlamento. En un caso se aspiraba a preservar una relación de vasallaje; en otro a eliminarla.

Aunque han pasado dos siglos desde el debate inicial entre tradicionalistas y constitucionalistas, hay sistemas, entre ellos el mexicano, que todavía no superan el dilema entre el absolutismo tardío y el constitucionalismo democrático; entre poder concentrado o compartido. La presidencia suprema mantiene la obsecuencia de la corte, pero la sociedad rehúsa al acatamiento incondicional. Antes los monarcas no obedecían para ser obedecidos, ahora los gobernantes que no obedecen, tampoco son obedecidos.

En la actualidad el constitucionalismo incluye entre sus objetivos disponer de instrumentos que generen la aceptación espontánea y la observancia consciente de los actos de gobierno por parte de los gobernados, a diferencia de los sistemas autoritarios en los que prevalecen la sumisión o la coacción.

Si en México contrastamos la norma con la normalidad veremos que en el papel sigue habiendo un abultado número de facultades constitucionales conferidas al Presidente, aunque en la realidad se multiplican los episodios que muestran la dificultad de ejercerlas. Donde no hay autocracia ni democracia, disminuye la capacidad de hacer cumplir la norma.

Algunos comportamientos ajenos a la institucionalidad resultan de las exigencias de una sociedad abierta que ya no se acomoda con los esquemas verticales del poder; otras conductas aprovechan la desestructuración del poder y multiplican los argumentos contra la política y el sistema representativo. Sin embargo lo más lesivo de no...

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