Días pintados de ocre

AutorAnaline Cedillo

Fotos: Jorge Delgado

Enviados

MONT-TREMBLANT, Quebec.- La villa de Tremblant se conoce andando de arriba para abajo.

Al llegar desde Montreal, estacionamos el automóvil en el hotel y nos olvidamos de él por el resto de la estancia. Para ir de un lado a otro en el complejo, no hace falta más que caminar y aprovechar el transporte panorámico que permite conocer la zona desde un ángulo cenital.

En la entrada principal del resort, Place des Voyageurs, decenas de personas hacen fila para subir a los carritos del Cabriolet. El paseo por las alturas, un preámbulo de la jornada donde se ven jugadores de mini golf y algunos compradores deambulando por las tiendas, lleva hasta el centro de la villa, no cuesta y puede repetirse ilimitadamente.

Se desciende en Place Saint-Bernard, el punto neurálgico del Festival Internacional de Blues de Tremblant que el próximo julio llegará a su edición número 20. La fiesta musical convoca a miles de personas que hacen vibrar la plaza, y crean un ambiente distinto a la calma que se vive durante los días de otoño.

Es la hora del almuerzo y los visitantes ocupan las terrazas de los restaurantes y cafeterías del resort, como Le Shack, una cabaña montañesa que en su interior tiene réplicas de árboles y un techo pintado como cielo estrellado.

Por sugerencia de nuestro guía, André Jean Lauzon, comemos antes de emprender una excursión hacia la montaña Mont-Tremblant y pedimos hamburguesas con tocino y queso, con papas a la francesa y pepinillos.

A unos pasos del Cabriolet está la base de la góndola que lleva desde la Place Saint-Bernard hasta la cima. Compramos los boletos y subimos a la cabina junto a un trío de viajeras Filipinas que cambian de asiento con rapidez para tomarse fotos desde todas las perspectivas posibles, con el paisaje otoñal al fondo.

Cuesta arriba van alpinistas apoyándose con modernos bordones de aluminio y algunos improvisados con ramas largas y resistentes. Los más intrépidos son aquellos que arrastran entre dos una carriola por el terreno escarpado. La pendiente demanda buena condición física, aunque hay rutas para diversos tipos de entrenamiento. Al final todos tienen su recompensa: la vista.

Ya en la cumbre, varios aprovechan los rayos del sol para sentarse y hacer un picnic de altura: de sus mochilas sacan trozos de queso y cremas untables, frutos rojos como fresas y frambuesas; almendras, nueces, termos con café y algunos panes.

Las parejas -quizá sin proponérselo- protagonizan escenas románticas enmarcadas por el paisaje, mismas que otros contemplan desde la comodidad de las sillas blancas de madera puestas aquí y allá. Niños pequeños que derrochan energía juegan con las hojas caídas; sus papás van detrás de ellos buscando la mejor foto del recuerdo.

En las próximas semanas...

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