Diario de fatigas / Octavio Paz y Severo Sarduy

AutorChristopher Domínguez Michael

Severo Sarduy (1937-1993) alimentaba dos facetas no muy publicitadas actualmente, pero muy queridas, de Octavio Paz: su época poética más radical que él mismo dio por terminada tras Blanco (1968), la del vanguardista de los años 60 y su pasión por la ciencia contemporánea, a la cual dedicó muchas horas de lectura durante su última década, con una avidez similar a la de Sarduy, aunque con mayor modestia.

Los episodios mexicanos de Colibrí (1984), como lo muestra François Wahl en su ensayo "Severo de la Rue Jacob", que es milagrosamente tan hermoso como el texto de Sarduy del cual parte, "El Cristo de la Rue Jacob", abundan en tópicos como la muerte vestida de verde jade de Frida Kahlo o las siluetas grupales de Diego Rivera que llevan al descubrimiento, en la "colosal cabeza olmeca" de La Venta, de su propio autorretrato.

Pero lo esencial, y aquí vuelvo a la hermandad de un siglo entre Darío y Sarduy, es que el México del cubano nunca fue crepuscular ni poseedor de la melancolía del altiplano, sino solar y secreto, escandalosamente nocturno. No la media tarde, sino la alta noche. Y quien haya hecho vida nocturna en la Ciudad de México de los años 80, antes de la globalización de las bellezas femeninas y masculinas, encontrará a la Enana y a la Monja y a otros figurines y figurones de Colibrí bastante realistas, debo confesarlo.

De la literatura mexicana contemporánea rescató Sarduy, como éxota que fue, el exotismo y la decadencia, esa universalidad modernista en la que se hubiera reconocido Darío y que llevó al escritor cubano a leer académicamente (y lo digo, en este caso, subrayando que ese Sarduy es el más escolar, el más atento en Escrito sobre un cuerpo a complacer a sus maestros) Farabeuf o la crónica de un instante (1965), de Salvador Elizondo, y Zona sagrada (1967), la olvidada novela fetichista de Carlos Fuentes.

Esa disposición decadentista lo llevó, ya en la madurez, a dialogar con Alberto Ruy Sánchez, de quien reseñó Los nombres del aire (1987), el cuento oriental (y novela lírica) sobre la isla arábiga de Mogador, deteniéndose en uno de los tatuajes descritos por el mexicano, lo cual lleva al cubano a uno de sus temas desarrollados con mayor riesgo y originalidad: el mimetismo animal siguiendo a Caillois y el travestismo, en La simulación (1982), el que me gusta más entre sus ensayos.

Y digo diálogo porque al ensayo entusiasta de Sarduy, aparecido en Vuelta, lo había precedido uno del propio Ruy Sánchez, sobre Colibrí, después...

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