Derechos Humanos y Garantías de las Víctimas del Delito

AutorArely Gómez González
Páginas409-423

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Constitución y Sistema de Justicia

La historia política y social de los últimos 100 años da muestra de que el único camino para alcanzar soluciones pacíicas a los conlictos individuales, sociales y entre Naciones, es el de la institucionalización del ejercicio del poder público, así como del reconocimiento de que a quienes pertenecemos al género humano, nos es común una misma condición: la de ser dotados de dignidad, autonomía e inviolabilidad personal.1

Ambos elementos son pilares de la conformación de Estados democráticos y constitucionales de Derecho. Esto es, formas de organización política que en aras de renunciar a la violencia, se han sometido a normas que buscan reconocer la composición plural de una sociedad fundida en la diversidad, en las que las decisiones que conciernen a todas las personas que la conforman, se asumen atendiendo a las reglas y los principios que delinean la Ley Fundamental. También, en las que el ejercicio de las facultades que el entramado normativo concede a la autoridad política, encuentra como límite esencial los derechos humanos y las libertades reconocidas en dicha norma suprema.

De forma preliminar, es posible concluir que una precondición para lograr la aspiración de vivir en paz -con las obligaciones democráticas de igualdad, paz y desarrollo que implica- es contar con una Constitución Política que resguarde el proyecto de Nación que la soberanía popular ha aprobado; que reconozca las prerrogativas esenciales que protegen bienes básicos, materiales y morales para el desarrollo personal, como centro neurálgico de las llamadas por Carl Schmitt "decisiones políticas fundamentales".

Esto demanda instituciones políticas y jurídicas encargadas de cumplir y hacer cumplir la ley, incluyendo la Constitución, así como de proteger, respetar, promover y garantizar los derechos humanos.

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Particularmente en el ámbito de la impartición de justicia penal, ya que su re-sultado a menudo genera conlictos en la relación Estado-sociedad, toda vez que es la forma del poder público que se ejerce de manera directa sobre las personas infractoras de la Ley, así como sobre sus bienes, tanto materiales, como de su libertad y sus derechos.

No obstante el diseño institucional que reviste la autoridad de vigilar que el derecho se practique en la cotidianeidad y sancionar su contravención, esté previsto en una Constitución como la de México, que se erige sobre principios rectores como la máxima protección a los derechos humanos, la progresividad del reconocimiento a estas prerrogativas fundamentales y la prohibición de regresividad de las conquistas logradas, así como la máxima publicidad de la información, la protección de la intimidad, la vida privada y la propia imagen, que asegura el cuidado de los datos personales; hacen ingresar esta faceta punitiva del Estado a una lógica consolidada en clave democrática.

Esa es la voluntad que impulsó al Poder reformador de la Constitución mexicana en 2008, cuando reformó distintas disposiciones de la Ley Fundamental, referentes a los principios y reglas rectoras del proceso penal, comunes para la autoridad administrativa como jurisdiccional, desde el inicio de la investigación criminal hasta la imposición de una sanción.

Esta reforma trae consigo un nuevo entendimiento sobre el papel del Estado y del ejercicio de la acción penal, sustentada en concebirlo como la ultima ratio en la resolución de los conlictos.

Esto supone abandonar cualquier resquicio que permitiera concebir al poder de castigar como un mecanismo de venganza privada ejecutado desde el poder público y transitar hacia la consolidación de éste como un medio para garantizar seguridad a las víctimas y una efectiva reparación al daño ocasionado, pero también brindar herramientas efectivas para reinsertar a quienes infrinjan las leyes a la sociedad, protegiendo su derecho a contar con un debido proceso que respete su integridad, su dignidad y sus derechos.

En este orden de ideas, la reforma penal más importante de los últimos 100 años supone un cambio de paradigma, no sólo en cuanto al diseño del modelo, que caminó de un modelo mixto a uno acusatorio, en el que además de las aspiraciones de celeridad, efectividad y transparencia, que se buscan por medio del desarrollo de procesos penales desahogados de forma oral o las figuras del juez de control, ingre-sa a los derechos humanos, tanto de las víctimas como de los inculpados, al centro rector de la decisión final, tanto en el ámbito de procuración de justicia, como de su administración.

La reforma penal de 2008 adquiere un sentido particular en el contexto de lo que señala Voltaire, sobre concebir a la justicia como una espada que está en nuestras manos (en manos del Estado), pero que debemos más a menudo quitarle el ilo que ailarla.2

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Sumado a esta modificación legislativa, en junio de 2011, se publicó la reforma que vino a revitalizar el orden jurídico en su conjunto y que consolidó en el ámbito normativo, la centralidad de los derechos fundamentales y, como veremos más adelante en esta breve relexión, dio operatividad a los mismos, reconociendo la obligación de dotar de garantías a estas prerrogativas.

En conjunto con la llamada miscelánea penal de junio de 2016, que buscó armonizar la legislación secundaria a las aspiraciones constitucionales, se consolidó un verdadero giro copernicano3 en la relación entre las personas, la sociedad y el Estado, impulsada desde la Constitución Política y, por ello, con la legitimidad maniiesta del ejercicio de autodeterminación del pueblo mexicano.

Derechos Humanos y Garantías

Una transformación de estos alcances se ilustra bien con el movimiento de un barco trasatlántico, ya que demanda una metodología precisa, un plan de acción en su implementación y posterior consolidación, pero ante todo porque incide en el trayecto y en la dirección que se ha decidido tomar, y por tanto, en el rumbo al que nos dirigimos.

Es así que por fuerza irradia tanto al modelo normativo, como a la cultura institucional del cumplimiento del derecho. Comencemos por la primera parte y la segunda, se abordará en el capítulo 3.

Un impulso garantista como el que se desarrolló en los debates parlamentarios previos a junio de 2008, mantuvo una inercia en la dinámica del Poder Legislativo en México.

Por su parte, las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, dictadas al Estado mexicano por violaciones a las obligaciones internacionales contraídas por México,4 motivaron a la Suprema Corte de Justicia de la Nación a practicar un control de convencionalidad ex oficio a las disposiciones que habilitan la justicia militar. En conjunto, crearon el contexto político y el ambiente social propicio para dar paso a una nueva forma de concebir el ejercicio del poder público.5

Finalmente, la consolidación de una reforma como la antes citada en materia de derechos humanos, ha traído consigo un importante pulso en la búsqueda por maximizar los derechos y ensanchar la matriz de los mismos.

Nuestro orden jurídico incorporó principios y prerrogativas de fuente interna-cional, reconociendo a los Tratados Internacionales suscritos y ratiicados por el

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Estado mexicano, efectivamente, como parte de la Ley Suprema de la Unión, cuyo contenido es operable como parte del control de regularidad constitucional de las leyes secundarias. Así, se superaba una antigua tradición que daba un lugar secundario a los acuerdos derivados del concierto de las naciones.

Esta dinámica gestó una nueva forma de concebir el derecho y los derechos, iniciando por la tarea de armonización efectiva, con los principios del Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH).

Esta labor, constituye una agenda pendiente, de manera permanente. El dinamismo con el que concurren los países y las organizaciones internacionales en el ensanchamiento de los derechos fundamentales y las interpretaciones a sus límites y alcances, no se detiene. Ese es el curso natural de una materia viva, como la protección a los valores y metavalores6 que fundamentan a los derechos humanos, como criterios de corrección de la toma de decisiones políticas.

Sin embargo, a partir de 2008 y en 2011, así como derivado de reformas posteriores como la de 2014 en materia de transparencia y combate a la corrupción, se han ido consolidando obligaciones pendientes, derivadas de los compromisos internacionales contraídos, que representa el cumplimiento de principios generales como pacta sunt servanda.

Una de las transformaciones esenciales para incorporar un lenguaje acorde al DIDH, se dio con la reforma multicitada de 2011, con la modificación del Título Primero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Así, de ser consideradas garantías individuales, se trasladaron a una nueva lógica discursiva, es decir, a Derechos Humanos y sus Garantías.

Esto guarda congruencia con lo antes mencionado en una dimensión conceptual, pero también impone deberes especíicos, como el del Poder Legislativo y Judicial, de asegurar que los derechos humanos, no se conviertan en aquello que Riccardo Guastini denomina derechos de papel, es decir, principios programáticos y declarativos, carentes de mecanismos para su realización, que conlleva la inexistencia del derecho.7

De esta manera y como de forma intuitiva puede deducirse con lo hasta ahora expuesto que derechos humanos no es una categoría sustituible, por la de garantías. Se trata de dos conceptos jurídicos fundamentalmente distintos, que no son oponibles, sino complementarios.

De tal forma lo expone uno de los principales pensadores que dan sustento teó-rico a la reforma penal de 2008, cuyo corte garantista busca enaltecer la protección de los derechos humanos. Así, Luigi Ferrajoli, quien desde una posición...

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