Cuatro rostros mexicanos desconocidos

AutorFrancisco Solano

El viejo de Guanajuato, parsimonioso como la misericordia, con una chaqueta oscura, de un marrón envilecido, pantalones caídos en acordeón sujetos con una cuerda, la camisa mal abotonada, despareja, los faldones fuera, el sombrero de remoto emigrante calabrés. Venía con media docena de frascos con miel envueltos en plástico, luego en papel de periódico, después en un hule crema lleno de manchas. No caminaba, se desplazaba como si el tiempo ya hubiera cesado; un paso suyo era una conquista, mantenía el equilibrio, reflexionaba, daba un nuevo paso, se paraba de nuevo, miraba atentamente a las gentes que lo rebasaban, un nuevo paso, otra parada: la conformidad infinita de no llegar. Pero llegó a la placita, enfrente de la terraza del bar El Gallo Pitagórico, y en la escalinata desenvolvió el hule, luego desplegó los periódicos, después despojó de plástico a los frascos. Expuso su mercancía al sol, y se acomodó en un quicio a la sombra, fumándose los recuerdos y la vanidad de la juventud, que mueve las estrellas. De tarde en tarde se le oía decir "miel", como si tosiera bajito para no preocupar. Nadie se detuvo; nadie, en realidad, sabía que ese viejo estaba vendiendo miel. Tres horas duró su promoción. Al mediodía metió los frascos en los plásticos, los envolvió en los periódicos, y lo reunió todo con el hule crema que, al cerrarse con una cuerda, se convertía en una bolsa que se colgó del hombro. Se fue calle abajo, murmurando "miel", con su caminar lentísimo, en busca de su plato de frijoles. Aún tiene que estar llegando.

Las lágrimas de la india en la catedral de Zacatecas, un rostro luminoso y dramático. ¿Lloraba porque era feliz? ¿Lloraba porque era desgraciada? Lo cierto es que rezaba y en sus labios el agua de sus ojos la consolaba, tal vez de las indulgencias otorgadas o acaso por no haber recibido el favor de la Virgen. Se bebía las lágrimas. Ver llorar a una mujer en una iglesia predispone la imaginación al melodrama. Esa indita, que aún no tiene dieciséis años, ¿la obliga su familia a casarse con un hombre que puede ser su padre? ¿O sus lágrimas son de agradecimiento por un enfermo milagrosamente curado? Arrodillada en el último banco, lejos del altar central, se diría que es una chica humilde que entró a la iglesia debido sólo a una necesidad muy intensa. En un altar lateral, una familia numerosa enciende velas, rezan un largo rosario, se balancean al ritmo de la melopea. La india, en cambio, es una figura estatuaria; sólo los...

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