La Cruz de Ser Gringo

AutorDavid Lida

La noche que invadimos Iraq, estuve en una cantina en la Colonia Roma. Al ver los primeros estallidos del bombardeo, tuve una sensación de vacío en las tripas, a pesar de los varios tequilas que traía encima. Era la misma emoción que siento al levantarme de un juego de póquer después de haber perdido una cantidad exorbitante de dinero -aunque, esta vez, multiplicado por mil: se llama pérdida.

Hasta el último minuto tuve la esperanza (muy ingenua, lo admito) de que Bush fuera simplemente un tonto hijo de papi, y no un ser extraviado en la dimensión desconocida entre ser vaquero y fascista. Tuve el sueño de que iba a conseguir la forma diplomática de llegar a un acuerdo con sus supuestos homólogos europeos para detener la invasión. Luego los investigadores de la ONU continuarían su tarea, buscando las escurridizas armas de destrucción masiva en Iraq. Ahora sabemos que no existieron. Y como me dijo una amiga días después de la invasión: "No llevas cientos de buques de guerra a las orillas de un país si no vas a invadirlo".

El lector astuto nota ya que dije "invadimos" Iraq, y no invadieron. En el sentido más estricto de la palabra, confieso que no tenía nada que ver. En los meses anteriores a la invasión, solía tomar mis copas de la misma manera pacífica, igual que aquella noche. No formo parte de ningún ejército, no planeo estrategia alguna, no conozco a nadie involucrado en la guerra, ni he escrito una carta expresando una opinión a algún político. Dije "invadimos" por ser gringo. En las semanas posteriores de la invasión, mis amigos mexicanos me hicieron entender que -aunque no me diera cuenta- tenía mucho que ver. Insistían en que yo era algún tipo de vocero del gobierno del país del que traigo pasaporte.

Igual que después del 11 de septiembre -cuando me preguntaron: ¿qué está pasando?, ¿qué va a pasar? (preguntas de cuyas respuestas no tenía la menor idea)-, me hablaron de una manera semejante después del bombardeo: ¿Qué está haciendo Bush? ¿Quién se cree? ¿Está loco? Era como si creyeran que George W. Bush me hablaba todas las mañanas después del café, pidiendo consejos. No parecía tener la menor importancia el que yo nunca haya conocido a Bush. No repararon en que los consejeros del presidente vinieran de las compañías petroleras, de las Fuerzas Armadas, de los grupos de extrema derecha, de los cristianos militantes- y no de las cantinas de la Colonia Roma. Aparentemente no se les hizo inverosímil imaginar a Bush preguntándose: ¿qué...

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