Lo crudo y lo cocido

AutorJuan José Millás

Hay gente que se va de vacaciones en otoño, para dar la nota, corriendo aventuras gastronómicas de fatales consecuencias psicológicas. De entre las más graves cabe destacar la adquisición de langosta viva al furtivo del pueblo.

- Mira, me la han dejado en 6 mil 500, y no hay más que meterla en agua fría con un puñado de sal gorda y contar 20 minutos desde que rompa a hervir.

- Pero eso es una barbaridad. Fallecerá en medio de dolores insoportables. Y sin poder escapar del interior de la coraza. ¿Por qué no has traído unos boquerones en vinagre, o unos bígaros?

Lo más probable es que esta reflexión se la haya hecho usted a sí mismo antes de oírsela a su cónyuge. No importa: se defenderá de ella y de las miradas de espanto de sus hijos argumentando que los refinamientos gastronómicos exigen la comisión de algunas crueldades culinarias. Después de todo, la cocina es una forma de cultura y todo eso.

Así que meterá al animal en la olla, añadirá, además de la sal, dos hojas de laurel de su propia cosecha (hay que ser creativos) y permanecerá hipnotizado frente a aquella muestra de civilización, al menos hasta que los afilados gritos del bicho le devuelvan al estado de barbarie anterior: por si no lo sabía, este crustáceo emite al abrasarse un gemido espeluznante, que evoca un llanto ancestral, como si quien permaneciera atrapado en lo más hondo de esa cárcel orgánica fuera una versión infantil de nosotros mismos. Algunos cocineros poco cultos no pueden soportar esta exhibición de progreso y sacan al bicho del agua hirviendo antes de...

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