Crónicas del Metro / Angeles caídos

En cuanto las puertas del Metro se abren para sacar y absorber gente, Heriberto y su hermanita aprovechan para deslizar sus morenos cuerpos en ese mar de piernas que, debido a su estatura, es lo único que distinguen aquellos oscuros e irritados ojos.

Pertenecientes a una nueva generación de 'Chilangos por necesidad', como reza la letra de una canción de "El Tri", los niños de ascendencia mazahua una vez dentro del vagón, ya con las puertas cerradas y el 'gusano naranja' en movimiento, extraen de entre sus ropas una franela roja cada uno y como pidiendo perdón por su miseria.

La gente, extrañada ante la acción de los infantes, esconde sus pies debajo del asiento o levanta la pierna en posición de descanso en el caso de quienes viajan parados. Desde lo más bajo del vagón, aquellos niños levantan sus morenas caras con residuos de mucosidad en la nariz y clavan como puñales sus ojos con la intención de provocar un sentimiento de culpa en los pasajeros y esperando un poco de compasión traducida en monedas.

Sin saber leer ni escribir, la ciudad se ha ocupado de enseñarles lo que deben de saber para sobrevivir, y lo primero que aprendieron fue no perderse en la telaraña de líneas que componen el Sistema de Transporte Colectivo Metro.

Sus cuerpecillos mugrosos que laceran como su segunda piel, se arrastran entre las personas que los miran con indiferencia. A ellos nada los conmueve, nada los angustia; como si hubiera sido una cucaracha la que se les acercó a sus pies, rehuyen al servicio que les proporcionan estos 'niños sin amor', tan sólo fijan sus zombilescos ojos en los contradictorios anuncios que por un lado invitan a la...

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