CRÓNICAS DESDE MI CAMA / Un amigo del pasado

Hoy me encontré con un amigo del pasado. Decir amigo es una forma de aceptar que fue mucho mayor el tiempo durante el cual compartimos amistad que besos y arrumacos. Decir del pasado es admitir que todo aquello que sucedió hace una década o más no me sucedió a mí, sino a la chiquilla que fui y que no tenía idea del desmadre que iba yo a hacer con su vida.

Digamos que aquel viejo amigo se llama Pequeño D. Digamos que nos encontramos en un restaurante que ninguno de los dos frecuentamos y que fue la casualidad la que quiso ponernos frente a frente. Digamos que tardamos en reconocernos (sin duda, los años han hecho su trabajo)

y que fue él quien se atrevió a acercarse a mi mesa y despejar la duda.

Digamos que fue evidente que le dio gusto verme y que por eso se sentó un buen rato a acompañarme, olvidando que había dejado a un señor esperándolo en su mesa. Digamos que a mí también me entusiasmó encontrarlo y verlo tan guapo. Digamos que estoy emocionada porque quedamos de salir hoy en la noche.

Lo conocí en la escuela hace una eternidad (a los quince añitos). Yo en verdad odiaba la secundaria, prefería aventarme de un avión sin paracaídas que aguantar aquellas horas tortuosas.

Con tanta diversión esperándome en la calle, estar en ese lugar no me parecía sino una perdida infame de tiempo. Eso sí, de todo el cuerpo académico del prestigioso Instituto, a quien más odiaba era a la maestra Rosalba. Siempre tuve la impresión de que esa bruja era un engendro escapado de un exorcismo malogrado, que había tenido la malicia de buscar refugio en una escuela para darse a la tarea de destrozar el espíritu de gente joven. La infeliz estaba decidida a enseñarnos a odiar las matemáticas.

A que pasar una hora con ella fuera tan divertido como caminar sobre navajas de afeitar. Yo la odiaba profundamente, lo malo es que era un sentimiento recíproco y lo peor, que ella tenía la sartén por el mango.

Una de las pocas cosas que hacían pasaderas las horas en ese presidio, era cerrar los ojos, olvidar que estaba allí e imaginarme besuqueando a cuanto niño me parecía guapo.

Tenía la firme creencia de que, aunque podían atrapar mi cuerpo, mi mente me pertenecía (habilidad que todavía hoy me ha servido para atender a ciertos clientes). Uno de los niños que más me gustaban era justamente Pequeño D. Desde chavito era galán y de familia acomodada.

Siempre andaba bien vestidito, oliendo fresco, con una sonrisa de esas que se les hacen huequitos en las mejillas, ojos verde...

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