Colaborador Invitado / Tres en uno

AutorColaborador Invitado

Tomás Granados Salinas

Director de Hoja por hoja.

Me llevó varios años darme cuenta de que soy hijo de Granados Chapa. Tal vez eso se explique por el hecho obvio de que, cuando nos conocimos, Miguel Ángel estaba lejos de ser la persona que el próximo martes, al cumplirse 95 años del ominoso asesinato del senador chiapaneco, recibirá la medalla Belisario Domínguez. En nuestras casi cuatro décadas de convivencia ocurrieron dos cosas que me llevaron a ensanchar, sin todavía haberlo agotado, el conocimiento que tengo de mi padre. Por un lado, en ese periodo se sucedieron los triunfos, los quebrantos y las conquistas que en buena hora reconoció el Senado; por el otro, los años me han permitido identificar primero al progenitor, luego al personaje público y finalmente al hombre; mi emocionada y acaso inesperada conclusión es que los méritos de cada una de esas advocaciones son en gran medida los mismos.

A comienzos de los años setenta, un Miguel Ángel lampiño se ganaba el pan en la redacción de Excélsior y, aunque había empezado a firmar sus textos, nada podía sugerir que la suya se convertiría en una resonante voz de la prensa diaria. La ruta recorrida por Granados Chapa desde entonces incluye escalas en algunos de los momentos más trascendentes del periodismo contemporáneo en nuestro país. Y aunque tengo conciencia de esas coyunturas, en realidad conservo pocos recuerdos. Sé más del golpe a Excélsior gracias a Vicente Leñero y Los periodistas que por mi propia memoria; cuando hace poco releí la novela, encontré en uno de los Migueles -el otro se apellida López Azuara- a un lúcido personaje que poco tenía que ver con el padre que alguna vez organizó una comida sabatina para que sus hijos viéramos en la tele el combate entre Mantequilla Nápoles y Carlos Monzón o el King Kong que muere al pie del Empire State. Digo sin recriminaciones que mi padre era entonces, debido a los desquiciados horarios del diarismo, una cariñosa ausencia. Es un tiempo en el que aprendí a apreciar la menos importante de sus aptitudes profesionales: la rapidez con que aporreaba la máquina de escribir; no pocos de mis trabajos escolares en la primaria, terminados a deshoras, se beneficiaron de esa destreza. Las reuniones en casa de las que surgió Proceso perduran en mi memoria sólo por las secuelas al día siguiente: mi hermano y yo nos apropiábamos de las botanas sobrantes, los refrescos que sin estar proscritos casi nunca llegaban a nuestra mesa, los postres. De su salida...

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