Claudia Ruiz Arriola / Medalla de oro

AutorClaudia Ruiz Arriola

Cuando el diseñador Vidal Sassoon dijo aquello de que "el único lugar donde uno se topa con el éxito mucho antes que con el trabajo es el diccionario", ni duda cabe que tenía la boca llena de razón. En cualquier profesión, arte o actividad, la sangre, el sudor y las lágrimas preceden por mucho al triunfo, el dinero o la gloria. Basta ver a los atletas que participan en los Juegos Olímpicos de Invierno Torino 2006 para comprender que el éxito nunca es espontáneo; que detrás de cada medallista hay décadas de disciplina, dedicación y sacrificio.

Y lo mejor del caso es que a ninguno de los atletas le da pena admitirlo. Cuando se les pregunta cómo han llegado a tal dominio de su disciplina, cómo se han sobrepuesto a sus limitaciones y caídas, cómo han mantenido la motivación necesaria para impulsarlos a entrenar día tras día, la respuesta es siempre la misma (salvo los dopados). Palabras más, palabras menos, la cosa es medir el desempeño diario, cotejar sus resultados contra los mejores, hacer público el propio ranking y trabajar para superar la marca de ayer.

En México, donde no sólo escasean los campeones olímpicos sino los de disciplinas más importantes para la vida, no evaluamos nuestros progresos diarios, cambiamos a voluntad los estándares y escondemos nuestras fallas.

En este año electoral se oye por doquier que el gran obstáculo para medir el nivel educativo de México es la grilla: si uno evalúa algo y los resultados no son del todo buenos, los enemigos políticos lo usarán en su contra. Siendo cierta, esa no es la razón de fondo para rehuir las necesarísimas evaluaciones del desempeño educativo. La razón de fondo es que a los mexicanos no nos gusta mostrar el trabajo previo. Creemos que hacer público lo mucho que nos costó un resultado honroso desdora el triunfo al revelar que lo nuestro es más sudoración que talento. A diferencia de los triunfadores que se ufanan del esfuerzo, para nosotros es vergonzoso decir que no siempre lo supimos todo, que tuvimos que chambearle, entrenar, quemarnos las pestañas. Decir que alguna vez fuimos malitos en algo pero que, gracias al trabajo y la constancia nos hemos superado, lejos de enorgullecernos nos hace -por algún trauma colonial- sentirnos...

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