Cine Qua Non / Bajo el cielo africano

AutorRicardo Pohlenz

No puede decirse que la mirada que podemos tener de África como continente sea turística, en caso dado de que tuviéramos el cinismo de afirmarlo así, este turismo no deja de ser extremo, un idilio tan lleno de exotismo como de violencia, vivido como una suerte de safari decadente.

Los lugares comunes que nos determinan el continente africano nos limitan en gran medida la percepción de un lugar que no puede seguir siendo víctima de generalizaciones.

África, cúmulo de naciones que vieron su emancipación hacia mediados del siglo pasado, se nos ha ofrecido por mucho a partir de las visitaciones del hombre blanco. En estricto senso, en términos cinematográficos, la gran aventura ha sido filmar en locación películas como África Mía (1985) de Sydney Pollack, una versión glamorizada con estrellas hollywoodenses de las vivencias de Isak Dinesen (pseudónimo de Karen Blixen).

Ese afuera y las buenas intenciones que conlleva, ha venido a convertirse en una tara en todos los intercambios culturales entre África y el resto del mundo (por llamar de algún modo a Europa y EU), que viene a convertirse en un comercio donde los colores locales son distribuidos y licenciados como un producto alternativo.

África, al igual que Asia y América Latina (lo cual nos incluye) es una realidad remota que se vende bajo el sello Putumayo o se celebra en gloria globalizadora de Benetton; insisto, más allá de toda buena intención, no deja de ser, al final, una forma de hipocresía cultural.

En esa paradoja entre mundo doméstico y mercado global, no puede saberse si una película como Nuestro Padre (2002), segundo largometraje de Mahamat-Saleh Haroun, que se presume como la primer producción totalmente autofinanciada en Chad (aunque contó con apoyo de Francia y Holanda), ha sido...

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