El cierre de un ciclo

AutorErika P. Bucio

Con Resurrección, de Mahler, Kent Nagano se despedirá como batuta de la Sinfónica de Montreal.

"(Con esta pieza) sugiero que habrá un futuro eterno para la orquesta. Termino un periodo jubiloso, de colaboración", comparte el director californiano de origen japonés.

Bajo su liderazgo, la Sinfónica de Montreal, fundada en 1934, ha florecido. Goza ahora de una nueva sala de conciertos y Nagano puede enorgullecerse de que el "lleno" sea la norma en sus conciertos.

Es un director que ha sabido contagiar su entusiasmo por la música clásica a un público numeroso de jóvenes. Quizá la explicación haya que buscarla en su propia vida.

"Tengo un sueño", escribió Nagano al comienzo de su autobiografía Expect the Unexpected (Espera lo inesperado). Lo inesperado que sugiere el libro se refiere a ¿cuál es el poder de la música? "La música clásica puede traer lo inesperado", plantea.

En su caso, aquello se remonta a Morro Bay, un pueblo de pescadores en California, en los años 50 y 60, a donde sus abuelos japoneses emigraron a finales del siglo 19.

En ese pequeño pueblo, de no más de 2 mil habitantes, donde creció escuchando tanto los preludios y fugas de Bach como las sinfonías de Mozart y Beethoven.

"La presencia constante de música clásica definió la vida diaria en nuestro pueblo", narra en su libro.

Nagano se sabe privilegiado al haber tenido acceso a una gran educación musical, lejos de una metrópoli. Inesperado que ahí, un niño de una granja abrazara una carrera como músico profesional.

Un "oasis musical" que fue posible por obra de un músico georgiano, Wachtang Korisheli, quien llegó a Estados Unidos huyendo de las purgas estalinistas. En sus clases y orquestas en la escuela primaria, Nagano descubrió el poder de la música. Korisheli era un pedagogo que creía que el disfrute de la música conduce a una vida más plena.

Su madre, una microbióloga y pianista, amante de la música, se encargó de que uno a uno sus hijos estuvieran bajo la tutela de Korisheli.

"Muchos niños de mi generación eran obligados a estudiar piano o violín. En mi caso -ríe-, ambos. La cuestión era por qué, por qué estudiábamos música cuando la mayoría de los niños jugaba futbol, nadaba en la playa, se unía a un equipo de hockey...

La razón no era que nuestros padres pensaran que alguno sería el próximo Jascha Heifetz, sino porque era importante cultivarse", responde.

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