Nuestro cielo

AutorMónica Lavín

Hay un cuento de Raymond Carver que leo repetidas veces (como otros del mismo autor). Se llama Conversión y trata sobre una pareja en la que él está desempleado desde hace varios meses y ella llega del trabajo y lo encuentra recostado en la misma posición, con la televisión encendida y el libro separado en la misma página. Se ha cansado de buscar, aparentemente. Pero ella no puede disgustarse. No está desempleado por su gusto. Le aterra verle los pies descalzos y la cabeza que sobresale del brazo del sillón. La inmovilidad lo ha tocado todo. Ese día ella descarga las compras del súper para encontrarse con un refrigerador en deshielo. Cascadas de helado sobre la comida china, trozos de carne descongelándose. Es el acabose. Literalmente. No tienen dinero para comprar uno nuevo, ella entonces se acuerda de que su padre solía comprar en subastas. Es más, el padre murió asfixiado en el coche que adquirió por pocos dólares en una de esas subastas. Recordar a su padre la anima. Busca en el periódico, donde el marido ha encerrado en un círculo los posibles empleos a los que ya no llama, y descubre que hay una subasta a pocas cuadras de la casa. Está dispuesta a ir. El marido se extiende en el sillón de nuevo mientras ella se coloca el abrigo y se pinta los labios entusiasmada y dispuesta a salir.

Me llama la atención cómo la situación asfixiante es resuelta por la determinación de salir a un lugar donde se venden cosas usadas, mismas que han tenido que ver con la muerte del padre, y a pesar de ello, hay alegría en liberarse de esa casa en crisis. Y lo que más me gusta es ese gesto absurdo, podría pensarse, de coquetería y entusiasmo de pintarse los labios. Ante la adversidad, las mujeres intentamos animarnos con afeites, colorines, perfumes, adornos que hagan más tolerable la grisura, sobre todo, la estrechez económica. Si no, las compañías de cosméticos dejarían de producir la gama de productos de distintos precios que se venden en las tiendas o por catálogo, desde el Avón llama que nos repiqueteaba en los oídos desde siempre, hasta las diversas marcas que acercan a otras mujeres, las madres del kínder, las de la primaria, la secundaria, la señora que hace la limpieza en la oficina, en las zonas residenciales, la secretaria. Ayudas para el gasto doméstico que atinadamente convocan esa proclividad por el arreglo y la fachada que puede hacer vernos mejor, a ojos de los demás, pero sobre todo a ojos nuestros. Y así mirando esas páginas lustrosas...

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