La casa de la contradicción

AutorJesús Silva-Herzog Márquez

Con anuencia de Penguin Random House Grupo Editorial y del autor, publicamos un extracto de capítulo "Demolición", del nuevo libro de Jesús Silva-Herzog Márquez sobre el Presidente Andrés Manuel López Obrador y su gobierno.

Demolición

La epopeya de la reinvención nacional no se contenta con reformas. La épica está en la batalla, no en la negociación. López Obrador está convencido de que la política, cuando es valiosa, permite saltos en el tiempo. Por eso los reformistas no le merecen respeto. En toda reforma hay una transacción que juzga indecorosa, un acomodo que le parece sucio, una paciencia que le sabe a derrota. La gloria -esa palabra tan importante para Maquiavelo y que se ha hecho presente en su vocabulario- no está en la mejora, el remiendo, el adelanto. Está en una revolución que no es simple política ni mera economía: es "el bienestar del alma". Los políticos a los que admira son los que rompen con tradiciones, aquellos que, incluso con el sacrificio, cortaron con el pasado para fundar una nueva era. En numerosas ocasiones ha hecho escarnio de los moderados, esos cobardes que sirven involuntariamente a los conservadores.

De ahí la renuencia a reformar y el orgullo de las destrucciones. Así se inauguró, con un solemne ritual de demolición. Quien se imagina como el Cuarto Padre de la Patria eligió la destrucción como su ceremonia inaugural. Por ello decidió cancelar el aeropuerto que era la obra más importante del gobierno previo, para plantar su autoridad frente al pasado y mostrar su poder frente al país. No soy adorno, dijo, festejando la demolición. La primera señal de su mandato fue un aviso: convertirá en polvo lo que se le dé la gana. Dirá que obedece al pueblo.

Aunque se pretenda hazañosa, ésta es la visión más pedestre de la política, la más infantil. El niño se descubre poderoso cuando rompe su juguete. Es sólo entonces que se siente dueño de algo. Al ver el muñeco hecho pedazos sonríe satisfecho porque sabe que él ha provocado el destrozo. El primer poder: ser autor de la ruina. El niño se emociona al descubrir que puede alterar la realidad. El poder más elemental, el más primitivo es ése: destrozar. Andrés Manuel López Obrador eligió esa ceremonia para inaugurarse como presidente. Invocó al pueblo sabio con una consulta risible y activó de nuevo el antagonismo. Así, encarnando al pueblo en su batalla, dictó su primera orden: abandónese.

Algún capítulo de Elias Canetti podría registrar una ceremonia tan rica en alusiones. Un rito de algún reino donde para iniciar el mando era necesario un incendio. El Nuevo Jefe debía incinerar las joyas del muerto. Sólo así el mundo reconocería que había nuevo mandamás. Todos los súbditos se reunirán para con-templar el espectáculo. Su presencia en la ceremonia los convertirá en creadores del fuego que habría de consumir los símbolos más preciados del viejo jefe. Con una hoguera debía inaugurarse el nuevo día. Por las llamas pasaban monumentos, palacios, ciudades enteras. Todo lo que el Viejo Jefe hubiera levantado tendría que ser convertido en ceniza para que el nuevo mando asumiera forma. El humo alejaba a los malos espíritus. Pasado por las llamas, el viejo reino quedaba convertido en un tapete de escombros que el Nuevo Jefe pisaría al terminar la ceremonia. Destruido el símbolo, amanecía. Nuevo poder, nuevo tiempo.

· · ·

No se concibe reformista un gobierno que rechaza la negociación como cobardía de moderados. Las urgencias del gobierno no están para el trabajo laborioso y preciso del diagnóstico y la elaboración de propuestas técnicamente viables que son el punto de partida para la negociación política. El empeño claro, consistente y eficaz es destruir todo lo anterior y no perder ni un segundo en analizar si algo que viene de antes tiene algún mérito. El diagnóstico es ideológico y la receta, una demolición. El atractivo de la intervención política es, por supuesto, la simpleza. Gobernar con dinamita y sin planos. Demoler los edificios malditos sin detenerse a examinar su solidez, sin siquiera calcular sus aportes. Tirarlos al piso sin advertir dónde caerán las paredes derruidas y a quienes pueden aplastar al desplomarse.

La fruición de destruir expresa el sectarismo hecho gobierno. En llamas, todo lo que los impuros apreciaban. En ruinas, los templos de los infieles. Sus gritos, sus protestas nos alientan. Se rechazan de ese modo las complejidades, los ritmos, las fricciones, las imperfecciones de la negociación buscando la pureza de un proyecto al que no distrae la realidad. El filósofo israelí Avishai Margalit ha reflexionado sobre ese vicio del sectarismo. El teórico propone dos imágenes contrastantes de la política. Una es la de la política como economía y la otra es la de la política como religión. Tianguis o templo. La primera imagen pinta todo como mercancía; la segunda, al aferrarse a una idea de lo sagrado, lo convierte todo en intocable, innegociable. Lo que se considera sagrado será, para quienes tienen esta visión religiosa de la política, indivisible. No puede transigirse para modificar algún párrafo del libro sagrado; no sería aceptable subastar un pedacito de la imagen venerada. Quien no defiende todo no está en realidad con la causa. Mientras la estampa económica puede resultar aburrida -un supermercado en el que se intercambian tiliches-, el cuadro religioso dramatiza el presente. Querría Margalit que pudiéramos acercarnos a la política usando los dos ojos: reconocer la importancia de las ceremonias, defender con terquedad lo que debe estar fuera de...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR