1990: Carrera de obstáculos

Esa sería nuestra casa en el mes siguiente y, como en México, yo pretendía que lo fuera hasta el final, hasta la final. En mi habitación, que tenía un balcón lleno de flores que daba a las canchas de entrenamiento, yo tenía música siempre al mango: eran tiempos de la lambada, y mi amigo Antonio Careca me había regalado un cassette espectacular.

Más importante que tener o no mis Ferrari en la concentración era que una gripe me había obligado a tomar antibióticos, y todo el trabajo de desintoxicación que había hecho, se pudrió un poco, pero de eso no hablaba nadie.

Lo único que no me dejaba ser feliz del todo, en realidad, era un tontería: mi dedo gordo del pie derecho... Me han pasado cosas en el fútbol, pero ¡estar mal por un dedo gordo! ¡La única vez! Pasó que en los partidos previos contra Israel y contra Valencia, sobre todo me habían dado, casualmente, varios pisotones ahí, justo ahí... Y la uña me había quedado a la miseria. En los entrenamientos sufría como un condenado: probé con infiltraciones, probé con algodones, probé con botines más grandes, pero no había forma.

El Loco Bilardo no dormía a la noche pensando en mi uña.

El domingo 3 de junio a la mañana me fui con el tordo Raúl Madero hasta Roma, al Instituto de Dal Monte. Ahí me pusieron la famosa férula para cuidarme la uña. Era como un caparazón. Estaba hecha de fibra de carbono, con un material duro y liviano, que se usaba en aeronáutica; por eso yo decía que estaba hecho un avión, je, je...

Valdano, que tenía que estar jugando y no trabajando como periodista en ese Mundial, escribió en el diario El País, de España: "No hay que preocuparse, el talento futbolístico más grande del mundo está guardado en un sitio perfecto: el cuerpo de Diego Armando Maradona. El depositario del tesoro -ese cofre de huesos, músculos y tendones que encierra incontables malicias futbolísticas- es en sí mismo una maravilla".

Llegaba la hora de salir a la cancha. El viernes 8 de junio, en las entrañas del Meazza, yo sentí un ambiente raro. En la piel, en el alma. No sé, un silencio demasiado grande, demasiado frío...

Cuando salimos, conmigo al frente, sentí una silbatina como pocas veces en mi carrera. Nos reventaban los oídos, pero a mí no me movía un pelo, al contrario: me daba más fuerza.

Durante el himno, que casi no se escuchó por el abucheo de los italianos, traté de mantener la frente bien arriba y recorría la gente con la mirada.

Me tocó el control antidoping, por supuesto, ¿¡cómo no me iba a tocar el control antidoping a mí!? Después marché a la conferencia de prensa, a poner la caripela. Fui irónico, es cierto, pero creo que dije una gran verdad: "El único placer de esta tarde fue...

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