Cambiar de patria

AutorGuillermo Gomez Peña

Durante 20 años fui un "extranjero residente" en Estados Unidos y el hecho de que era uno de los más conocidos artistas latinos del performance en el país no me exoneraba de tener "que mostrar mis apestosos distintivos" cada vez que regresaba de actuar en el extranjero.

Pero aprendí a mostrarme extremadamente buena onda y no confundir racismo con humillación personal.

Hace tres años, cuando por fin me convertí en ciudadano estadounidense, llegué a creer que las pesadillas que sufría cada vez que cruzaba la frontera habían llegado a su fin; y así fue durante un tiempo. Pude disfrutar de los privilegios de tener un pasaporte estadounidense.

Luego vino el 11 de septiembre y, junto con varios millones de morenos con nombres que suenan a extranjero, me convertí en "sospechoso" genérico.

En la nueva era gobernada por los altos niveles de seguridad, el patriotismo impuesto y la paranoia cultural, no había nada romántico en ser un nómada artista del performance. De hecho, mis infortunios en los aeropuertos estadounidenses se volvieron tan frecuentes que empecé a temer el solo pensamiento de ir de gira. Sabía que 7 de cada 10 veces iba a ser revisado "al azar" y/o interrogado "al azar" junto con unos cuantos atemorizados paquistaníes y árabes. Perder los vuelos de conexión se hizo normal; y lo mismo pasó con ser enviado a una inspección secundaria, ver cómo mi equipaje era exhaustivamente registrado y que me confiscaran sin explicación los más extraños de mis objetos de utilería.

Un día las cosas se pusieron mucho más graves. En el regreso de Europa después de una larga gira, el funcionario de inmigración me hizo varias preguntas poco comunes entre las que figuraban mi número de seguridad social, el nombre de soltera de mi madre y el año en que obtuve la ciudadanía. Cuando le pregunté por qué me sometía a un interrogatorio tan exhaustivo, me ofreció una información sorprendente: de acuerdo con la computadora había "otro Guillermo Gómez-Peña con un pasado criminal, parece ser que alguien conectado con el narcotráfico". Al final se me permitió la entrada, pero algo, un diminuto virus mexicano, se quedó para siempre en la computadora.

Desde ese día, siempre que salgo o regreso a Estados Unidos, tengo que pasar por el mismo ritual: existe este otro yo que llevo conmigo, un fantasma con mi mismo nombre, supuestamente un narcotraficante, y estamos condenados a viajar juntos; a soportar el destino el uno del otro, y lo que el otro haga, toco madera, se...

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