Buenos Aires: trazos de la memoria

AutorEnrique Lynch

Yo nací, crecí y me formé en Buenos Aires, donde aprendí el acento y, como muchos, unos tics de los que no he podido desprenderme y que, de vez en cuando, veo reproducidos por ahí: por ejemplo, en la chulería de Madrid, que, contra la opinión casi unánime de los catalanes, a mí me resulta muy simpática.

En Buenos Aires asumí las reglas de la amistad, las formas estrictas de la liturgia amorosa, los horarios de las comidas y de la vida callejera (aunque he de admitir que nunca he sido un hombre muy callejero), y sobre todo mi más personal sentido del tiempo y del espacio.

Contra la muy respetable autoridad de la geometría euclideana y de Immanuel Kant, el espacio no es una abstracción ni una forma pura, mera condición de posibilidad de nuestras sensaciones, sino una construcción que muy probablemente cada uno de nosotros establece con la línea del horizonte; y, en una dimensión mucho más íntima, una extensión que hemos aprendido a medir como la distancia más corta que nos separa de nuestros lugares habituales. Llamamos espacio (el verdadero espacio, el de nuestro sentido íntimo) al trayecto que nos lleva y nos trae de casa al colegio, y más tarde, el que va y viene de casa al trabajo o al encuentro de la persona que amamos. Ese es nuestro microcosmos, el único espacio que vale para nosotros, el medio natural en que tiene lugar todo lo que puede sucedernos durante una gran parte de nuestra vida. Ese espacio sirve para establecer las medidas, incluso para determinar nuestro idiosincrásico sentido del tiempo: el tiempo natural de la espera y de la expectativa, el tiempo de la divagación y de la ocurrencia o la casualidad y, en el conocimiento de la ciudad propia, todo lo que en verdad sabemos de ella se encuentra allí, en ese trayecto.

Con este sentido comparamos las otras ciudades en las que nos toca vivir y lo más común es que tendamos a recrearlo cada vez que cambiamos de residencia. De modo que, si me pongo a escribir de Buenos Aires, compruebo que todo lo que puedo decir de ella queda entonces determinado por el trazado de tres líneas de transporte público: la del colectivo 229, que me llevaba de la esquina de la calle Laprida con la Avenida del Libertador, en el barrio periférico de Vicente López, hasta la Plaza de Mayo; la del colectivo 60, que unía el Puente Saavedra con Constitución, o las cinco estaciones del ramal Tigre del ferrocarril Mitre, desde Estación Rivadavia hasta Retiro, cuyos trenes de madera lustrosa y hierro, construidos por los ingleses, recorrían el eje del litoral siguiendo la ribera del río desde Retiro hacia el norte. Puedo establecer alguna diferencia significativa entre las paradas más importantes de cada trayecto: Barrancas de Belgrano, Pacífico, Pueyrredón, Santa Fe y Corrientes, etcétera, y unos tiempos bastante exactos, en razón de la frecuencia de los trenes y los colectivos, según los horarios y los días de la semana, pero Buenos Aires se retrata para mí en esos trayectos, que dejan el resto de los posibles escenarios porteños como cuadros de vidas ajenas a la mía y, en cierto modo, tan irreales como cualquier producto de ficción.

Por supuesto que la ciudad fue y es para mí mucho más que mi larga experiencia en ese trayecto, pero mi autoridad sobre ella, lo que de verdad sé de Buenos Aires se fijó en la hora larga que tardaba en llegar al centro. En esa fracción de espacio-tiempo repetida durante años forjé los criterios de gusto observando a mis compañeros de viaje, me enamoré unas cuántas veces, determiné las diferencias de clase -marcadas por los barrios que atravesaba- o los oficios y ocupaciones de la gente. Algunas observaciones en esos viajes han sido perdurables; por ejemplo: el tren olía fuertemente a cuerpo cuando yo lo abordaba muy temprano en las mañanas de invierno, porque se llenaba de...

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