Una beca

AutorGerardo de la Concha

En esos días vivía una especie de retiro, como un veterano que guardara historias, algunas terribles. Era taciturno y dedicado. Trabajaba en un taller como corrector de pruebas. Me gustaban las viejas máquinas de linotipo y la gente que las operaba, siempre de buena conversación; los ruidos y los olores de las viejas imprentas podían dejar su marca, como ningún otro sitio.

En el fondo, me divertía mi trabajo: ¡me pagaban por leer libros! Recuerdo una novela acerca de una compañía que representaba a Shakespeare en Sudáfrica, leyéndola me perdí en el Sueño de una noche de verano y me reencontré en los Sonetos; una vez montan Macbeth y en el tercer acto al decir un actor la palabra libertad todo el público de negros se levanta al unísono a corearla, anunciando de esa forma que sobre las calles de Soweto ardería la rebelión. Olvidé ya el nombre del autor de esas páginas, un libro muy bello que recupera a un clásico para confrontarlo con la historia y con la vida.

También me daban a corregir manuales del tipo de Los 100 mejores cocteles o Cómo superar la neurosis; información práctica sin duda. Así leí decenas y decenas de libros de toda clase.

Pero quería ser escritor. Me imaginaba novelas de las que sólo escribía el primer capítulo. Ya había dejado atrás los poemas de un exagerado ánimo romántico con el que me despedía constantemente de la vida. ¡Novelas! Luego me convencí de que no era ningún Radiguet, o sea alguien capaz de escribir algo magnificente siendo muy joven, o un Istrati, exponiendo tan sólo las memorias de la tormenta o la miseria. Entonces me sentí pensador y comencé a escribir ensayos, muy barrocos aunque más aceptables que los primeros capítulos de mis novelas inacabadas.

Avancé con un ensayo que titulé de manera arrogante: La filosofía de los símbolos oscuros, porque interpretaba la existencia de símbolos en un cosmos interior que sólo la literatura descifra verdaderamente. Mis pensamientos me parecían enjundiosos e inventivos. Sin darme cuenta desde mi retiro descubría un mundo más real que el de mis sueños e ideologías; la abstracción me daba mayor certeza. Y así fue a parar a mis manos una convocatoria del INBA para la primera generación de becarios.

Jaime Mario Lara, mi compañero en los afanes literarios de esa época, despreció con gesto olímpico esa convocatoria. Unos años más tarde lo encontré vendiendo en las cantinas del Centro una plaquette de cuentos suyos. Me da nostalgia el recuerdo de Jaime, quien luego de una...

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