Arturo Perucho

AutorAndrés Henestrosa
Páginas392-393
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ANDRÉS HEN ESTROS A
Arturo Perucho
Al volver de los Estados Unidos, a fines de 1938, me encontré por primera
vez con Arturo Perucho en un acto público organ izado p or los oaxaqueños
residentes en esta ciudad, y en cuyo programa aparecía con un discurso. Aca-
baba de llegar de España por la que había luchado y perdido todo, excepto
la esperanza de volver a su regazo para viv ir y morir, si las circunstancias
de su destierro cambiaban. Su nombre no me era desconocido: lo había en-
contrado en periódicos madrileños que el a zar puso en mis manos, en años
anteriores. Mi constante, invariable simpatía por la mejor de las Españas,
aquella que siempre luchó por las grandes causas y que ya señalaba Benito
Juárez como amiga de México, desde hace más de cien años, nos c onvirtió
en viejos amigos, aunque acabár amos de conocernos. Y el hecho mismo de
encontrarlo ligado a m i tierra, dio a nuestro trato, desde el primer instante,
sabor de cosa v ieja.
El sentimiento de fraternidad humana que presidió sus actos y trascen-
día su conducta lo llevaron a defender aquí, lo que defendió allá; con singular
inteligencia y con nunca desmentida valentía. No hace un año aún, durante
un homenaje a otro ilustre español, Rafael S ánchez de Ocaña , Art uro Peru-
cho, llevado de sus amigos, llevado de ese sentimiento de universal simpatía,
pidió a un enemigo político su yo, que se encontraba presente en la mesa,
que dirigiera unas palabras al escritor motivo del homenaje. Y cuando el
aludido le manifestó que él no lo consideraba su adversario en el campo de
las ideas, Perucho replicó: “Usted no se considera mi enemigo, pero yo sí lo
soy de usted.”
Muchas veces nos encontramos en fiestas y en la redacción de El Nacional,
nuestro periódico. Todavía un mes antes de su doloroso tránsito, coincidimos
en una fiesta de paisanos míos que, como supondrá el lector, estaba teñida de
música y canto, que parece caracterizar las reuniones istmeñas. Si se recuerda
que nuestras canciones tienen una ala española o, para ser más precisos, an-
daluza, se podrá entender cómo Arturo Perucho se sumaba a nosotros como
un conterráneo más, a tal extremo que ese día tomó la guitarra y cantó dos
coplas de “La Llorona”, improvisadas sobre la marcha. Era mi gusto hablar
con él de nuestras dos patrias: de España y de México, por igual queridas por
él y por mí. El tema en esa canción fue la de los españoles que han estado en
México, pero principalmente de Ramón María del Valle-Inclán, el otro espa-

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