El arte de la queja

AutorHéctor J. Ayala

Del mismo modo que el súbito arrojo de los tímidos, nuestra manera de disentir aparece como estallido (quema de coches, tomas violentas del Congreso, linchamientos), procaz, repentina, efímera; momentos catárticos que aligeran la opresión que nos acompaña, pero que mantienen el estado de las cosas: aún guardamos las costumbres de la autocensura y el temor con las que hemos crecido. Por lo pronto ha ganado el talk show que azuza el morbo, pero no invita a sopesar las contrariedades que desfilan ante nosotros. Más bien adormece y embota. Cultivamos la protesta, la descalificación y la diatriba, pero no estamos tan habituados a polemizar, a gritarnos acaloradamente para defender nuestras posturas sin llegar a los golpes. La polémica, que implica un elevado grado de tolerancia, resignación y audacia, depende de que los ánimos coercitivos se diluyan; no solamente que desaparezca el temor a decir lo que se piensa, sino que, una vez envueltos en la controversia, sus consecuencias no sean funestas. Por otra parte, atravesamos un momento de artificialidad comercial donde, bajo la máscara de la democracia, se arrojan tópicos mediáticos siempre políticamente correctos, inofensivos, una parcela limitada y específica, mientras otros debates de la vida pública se libran soterradamente, como si no fueran relevantes; bajo esta ruta, la supuesta libertad de expresión, aunque suene paradójico, sirve de mordaza.

El placer de discutir es tan grande como el de imprecar, por eso con frecuencia se confunde la injuria con la denuncia de las obscenidades, y molesta. La costumbre de asumir que haya otros cuyo pensamiento y estilo de vida sea diferente al nuestro y hasta contradictorio, pero que, a pesar de ello, puedan cohabitar con nosotros, depende de un aprendizaje. Esta pluralidad ha existido siempre, pero no la costumbre de hacerla explícita. La descalificación, el victimismo, los argumentos ad hominem revelan esa falta de hábito. La polémica representa madurez; la protesta y la diatriba son elocuentes, pero ineficaces: a la queja sobreviene la conmiseración, las caricias que intentan apaciguar el lamento del niño, no un ánimo que confronte y debata las raíces del desasosiego.

Debajo del Monumento a la Revolución, en esa suerte de fosa que cubre su bóveda en forma de teta, pueden leerse tres palabras: Libertad, Democracia, Justicia. A partir de un recorrido análogo al de Pierre Menard, los insurgentes del EZLN, asombraron al mundo hace 11 años al anotar en su...

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