Arreola en plena acción

AutorBeatriz Espejo

Eran cerca de las cinco. La Facultad de Filosofía y Letras gozaba la gloria de su estreno en Ciudad Universitaria. Estaba concurridísima, con el aeropuerto -como se llama una de las terrazas donde entonces se veían los volcanes del Valle- lleno de muchachos contentos de sentirse vivos, empeñados en intercambiar opiniones llevando libros de autores célebres bajo el brazo. Yo tenía permiso de salir con un estudiante de leyes que le gustaba a mis padres por su buena crianza, tanto que llegó puntual y elegante, a la moda de la época, dispuesto para buscarme y ver juntos la representación de La cantante calva, por entonces comentadísima. Caminábamos hacia el coche cuando, poco antes de la puerta de cristal con que cierra el pasillo, descubrí colocado sobre el tripié característico el anuncio de la conferencia que en torno a Luis de Góngora y Argote daría Juan José Arreola. Inspirada, cambié planes. Mi enamorado decía que se perderían las entradas; pero mi firmeza lo obligó a resignarse.

Encontramos un pequeño auditorio casi totalmente lleno y con dificultad conseguimos asiento. En el estrado, un personaje estrafalario iba de aquí para allá. No parecían acalorarlo su chaleco, su pantalón de etiqueta o su chaqueta de pana. Explicaba el don inefable que tienen los poetas, juntar palabras e insuflarles un vuelo que llegue hasta las plantas de Dios. El individuo recorría el proscenio, se jalaba sus abundantes rizos negros, alzaba las manos entre hermosas y cadavéricas, sonreía, explicaba metáforas, despejaba algún hipérbaton, compartía hallazgos con miradas cómplices hacia el público, aclaraba versos demasiado eruditos, recordaba que él había escrito "Los alimentos terrestres" retomando un anecdotario incompleto de Góngora acosado por la existencia diaria. El sujeto aquél se asombraba, y hacía compartir su asombro, de que un artista tan grande, fascinado por la buena arcilla de nombres y adjetivos y la manera de casarlos entre sí, se ocupara además del prosaísmo cotidiano. Estas que me dictó, rimas sonoras, culta sí, aunque bucólica Talía... y una hermosa voz modulaba la dedicatoria al Conde de Niebla con que principia "Fábula de Polifemo y Galatea". Después, claro, aparecía rumoroso el espumoso mar siciliano argentando de plata al Lilibeo, bóveda o de las fraguas de Vulcano o tumba de los huesos de Tifeo. Sin prisas ni pausas surgían las altas rocas, las cavernas profundas, los troncos robustos, la infame turba de nocturnas aves. Y el silencio alado...

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