ArquiteXtos / Arquitecturas frágiles

AutorVíctor Jiménez

La tragedia de Asia hizo recordar a algunos la reclamación hecha por Voltaire a Dios, luego del terremoto de Lisboa en la víspera del Día de Muertos de 1755 (horrenda coincidencia).

El sismo destruyó casi toda la ciudad en segundos; lo que seguía en pie y estaba cerca de los muelles cayó por el maremoto que siguió y al final se desató un incendio. Murieron entre 10 y 20 mil personas, muchas para la época, y desapareció el templo barroco de Santa María de la Providencia, del italiano Guarino Guarini.

Pero el historial de los humanos no nos permite desplantes como el de Voltaire, porque somos perfectamente capaces de superar el poder destructivo de la naturaleza y desafiar a la misma divinidad cuando se trata de hacer daño a nuestros semejantes. Las ciudades, como sabemos, son blanco privilegiado de las muy humanas guerras, y cuando éstas son de conquista llegamos fácilmente al paroxismo homicida del genocidio.

La recientemente fallecida Susan Sontag dijo que su país (como el nuestro) había sido "fundado sobre un genocidio, en la asunción incuestionable del derecho de los blancos europeos a exterminar a la población residente, tecnológicamente más atrasada y de otro color, para hacerse con el continente".

Ella, quien algo sabía sobre los usos metafóricos del cáncer y el sida, agregaría después que "la raza blanca es el cáncer de la historia de la humanidad; es sólo la raza blanca -sus ideologías y sus invenciones- la que erradica a las civilizaciones autónomas allá donde se extiende, la que estropea el equilibrio ecológico del planeta y la que ahora amenaza a la propia existencia de la vida".

Hoy podríamos decir, quizá, que la raza blanca es el tsunami del género humano.

Cuando la "Victoria" de Magallanes cruzó el Índico en 1521, con sus marineros portugueses y españoles ya entonces bajo las órdenes de El Cano, aquellos bajaban a las islas (las ahora devastadas por el tsunami) para, según cuenta Antonio Pigafetta, testigo de ello, atrapar a los nativos y, como hacían en América, cortarles manos y pies para quitarles los adornos de oro sin perder tiempo. Por la misma razón tampoco los mataban, lo que hubiese sido en esas circunstancias un acto piadoso. Poco hay, pues, que reclamar a Dios en materia de desgracias humanas, mientras no limpiemos nuestro expediente.

¿Sería más lamentable la destrucción de las Torres Gemelas si hubiese sido provocada por un desastre natural? Al contrario. Lo novedoso, retomando a Sontag, es que la ventaja de los...

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