ARGONÁUTICA / Félix y el diluvio de Bryce

AutorJordi Soler

Entrando al bar del hotel Xalapa, me encontré con Alfredo Bryce en un estado cercano a la desolación. Algo había pasado en la bañera de su cuarto que había provocado una inundación y el agua, según me iba contando, iba avanzando más allá del baño, del cuarto y, en lo que me estaba contando esto, parecía inminente que, de un momento a otro, iba a empaparnos el diluvio universal que llegaría, todavía con restos de champú, hasta la barra del bar.

Yo acababa de aterrizar, me había bajado de un turbohélice, y había sido recibido en el aeropuerto por un grupo de soldados con rifle y por un perro negro que se echó sobre las maletas y luego de olisquearlas hizo, con el rabo, un diagnóstico. Los soldados no eran más que la prolongación del asombroso despliegue policiaco que acababa de ver en la Ciudad de México.

Hacía dos años que no estaba en el DF y puedo jurar que entonces no había tanta policía. La paradoja es redonda: tanto despliegue de seguridad produce en el ciudadano una angustiosa inseguridad.

Llegué a Xalapa invitado por el Festival Hay, un acontecimiento literario que se repite cada año en varias ciudades del mundo, y antes de encontrarme en el bar con mi amigo Alfredo Bryce y su diluvio universal, dejé en mi habitación la maleta, recién bendecida por los olisqueos del perro, y en lo que trataba de espantarme el turbohélice con un poco de agua en la cara, me llamó Eduardo Lago, caballero de la Orden del Finnegans como yo, para decirme que nuestro amigo Félix Romeo acababa de morir en España y que era imperativo que nos viéramos en el bar. Salí inmediatamente de la habitación, dejé ahí el pánico al turbohélice, el pánico a la policía del DF...

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