Andar y Ver / Mill y el valor de la poesía

AutorJesús Silva-Herzog Márquez

John Stuart Mill fue un experimento. Su padre, James Mill, el máximo discípulo y compadre de Bentham, ensayó su filosofía en él. La ciencia, convertida en pedagogía, mostraría las infinitas posibilidades de la razón. Los primeros recuerdos de su infancia no son juegos ni canciones sino unas tarjetas que contenían palabras griegas. El niño, estrictamente disciplinado por su padre, tenía que memorizar los vocablos. A los tres años pudo leer las fábulas de Esopo en su idioma original. A los ocho, cuando ya había leído toda la obra de Herodoto y de Platón, empezó a estudiar latín. El entrenamiento, por supuesto, implicaba el rechazo de la educación escolar, el contacto con otros niños y las lecturas infantiles. Lejos de esas influencias nefastas, el niño caminaba todos los días a lado de su padre conversando sobre las lecturas del día anterior. El prodigio lo absorbía todo. Historia, matemáticas, filosofía, lógica. Su primer orgullo no fue domar una bicicleta sino detectar un argumento tramposo.

Mill creció así con la clara convicción de entregar su inteligencia a la causa del Progreso. Los cálculos de la razón serían las catapultas de la felicidad. Pero entonces, cuenta él en sus memorias, despertó del sueño. A los 20 años, justamente en el otoño de 1826, cayó en una honda depresión. Todo se le volvió insípido. Hasta aquello que más saboreaba le resultaba indiferente. Lo que lo había entusiasmado perdió valor. El piso que daba sentido a su vida se desintegró. Se identificaba plenamente con la aflicción melancólica capturada por Coleridge:

Una pena sin punzada, hueca, oscura, sombría.

Somnolienta, sofocante, desapasionada pena

que no encuentra fin ni consuelo

en palabra, suspiro o lágrima.

En efecto, ni los libros ni las conversaciones lo rescataban del foso melancólico. Ni siquiera la música lo sacó del hoyo. Se acercó entonces a la poesía, concretamente a la escritura romántica de Wordsworth. En sus poemas encontró el aliento que ansiaba. Su canto a la naturaleza resultó medicinal por mostrar mucho más que orografías y vegetaciones. La imaginación del poeta expresaba ideas coloreadas de emoción y belleza. La mirada poética alumbraba el mundo con una nueva luz. Al avivarse con la palabra, las cosas escapaban de su aparente trivialidad. La férrea mecánica que Mill había admitido como dogma filosófico, resultaba entonces disputada por imágenes de arcoiris y plantas. El discípulo ejemplar del...

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