Amplitud Modulada

A Óscar de la Borbolla, vecino de mesa

que sabe mirar hacia otro lado

Foto: Luis Castillo

Cada vez que fui a una playa socorridamente virgen en el sur o a un pueblo minero en el Bajío, ya fuera por tener unas ganas reglamentarias de conmoverme frente al mar; ya fuera para vivir unos días en conversación con los difuntos coloniales, siempre tuve la impresión descrita por José Emilio Pacheco en su relato "Algo en la oscuridad": "Sentí miedo ante aquel silencio. Nada se movía, ni el viento, ni una sombra, ni la hoja de un árbol. Yo era el único intruso en un planeta lívido y como desangrado de todas las materias terrestres". Lejos de la metrópoli, ante la playa desierta y el pueblo fantasma, sentí un pavor admirativo, una humildad obligatoria, pero nunca el impulso de escribir. Bien mirado, mi renuncia se correspondía con esos paisajes asépticos, libres de palabras. Nada más absurdo que recostarme a solas en la arena tibia, cuaderno y pluma en mano, para responder las preguntas retóricas de la naturaleza, entre las cuales una destacaba sobre las demás: ¿cómo emplear en un poema términos como "espigón", "aduja", "rada" y "ría", cuyo significado desconozco, sin parecer inculto? Nada más estéril que sentarme a solas en una banca del zócalo del pueblo a medianoche, alzar la vista y fingir escuchar con atención la indiscutible sabiduría del cielo estrellado, la música tocada por los grillos al frotar sus alas que perdieron la costumbre del vuelo.

Sin embargo, para los escritores nacidos en las grandes ciudades son muchos los consuelos que brinda creer en el silencio -en especial, el consuelo de la inspiración, elocuente sin contradicciones. Cuán ilustre la vida retirada de los clásicos, felices ignorantes de la mediatización, la contaminación acústica y el estrés. Cuán propicio el silencio a la página perfecta, cuya abundancia en nuestra actual literatura permite suponer, por una parte, que sus autores aprendieron a vivir en comunión consigo mismos, lejos del bullicio y el hacinamiento urbanos; por otra, que son los mudos, pero fieles testigos de la evolución espiritual del campo mexicano.

Quienes vivimos en Sodomictlán admitimos con cínico regocijo, según Carlos Monsiváis, "que la naturaleza urbana, a cambio de su ferocidad, facilita la vida intelectual". Estridentistas por derecho propio, recitamos como un mantra la siguiente estrofa de Manuel Maples Arce: "Oh ciudad toda densa/ de cables y de esfuerzos,/ sonora toda/ de motores y de alas./...

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