Un alto en el camino

Será que cenaba tarde y en exceso, será que los aposentos eran amplios y una computadora portátil, un cuaderno de viaje, una cámara digital y una valija con más folletos que ropa eran mi única compañía... Será el sereno, pero lo cierto es que me fue difícil conciliar el sueño la noche que pasé en el Parador de Cáceres, ése que durante el siglo 14 fuera el Palacio de Torreorgaz.

Desde que crucé aquella puerta con dintel supe que me adentraba a un espacio cuyos cimientos árabes soportaban varias historias. Camino a mi habitación, me topé con enigmáticos patios interiores y corredores flanqueados con misteriosas armaduras.

Alejé los malos pensamientos, abrí la puerta y encendí el interruptor de luz. Cuando la habitación abandonó las tinieblas, dejó ver una cama, un escritorio, dos sillas y una mesita redonda para tomar café, dos ventanitas con aldabas de fierro, tapetes, cortinas, televisión, amplio baño y vestidor. Fueron dos dibujos a lápiz, un caballero y un comendador, los que más llamaron mi atención. Los ojos de uno de los retratos parecían seguirme a donde quiera que me movía.

El sitio no invitaba a prender el televisor, y sí, a quitar los pasadores de las ventanas. Al abrir una de ellas, se coló el cuchicheo de una pareja que disfrutaba del callejón alumbrado por una tímida Luna. Ganas me daban de cederles mi cama, pues era demasiado grande, demasiado alta, demasiado cómoda, y yo me perdía entre tantas almohadas. Nunca me atreví a correr la pesada tela que colgaba del dosel. Quizá porque el embrujo de Cáceres seguía entrometiéndose por la ventana entreabierta, quizá...

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