Ahogados de sed

AutorBernardo Fernández Bef

Todo mundo recuerda dónde estaba cuando tembló en 1985, qué estaba haciendo el día que mataron a Colosio, la ropa que tenía puesta la vez que estalló el Columbia o el instante en que se enteró que un avión se había estrellado en una de las Torres Gemelas de Nueva York.

El día que se acabó el agua, yo me estaba bañando.

Como tantas otras veces, me quedé enjabonado, con champú escurriendo hacia mis ojos. Como en otras ocasiones, menté madres, le grité a mi mujer que prendiera la bomba, que me estaba bañando, carajo. Sin embargo, el chorro no regresó, tuve que desenjabonarme con la toalla.

Abrí las llaves del lavabo. Sólo obtuve un sonido cavernoso que me hizo pensar en el gruñido de un animal agonizante. Nada de agua.

Al principio dijimos: "Ya volverá", "es cosa de unas cuantas horas", lo de siempre, y abrí una cerveza. En aquel tiempo no sabía que para fabricar un litro de cerveza se necesitan cinco de agua. O se necesitaban.

Pasaron dos horas. Tres. Abrimos una coca. Ninguno de los dos dijo nada. Sólo fuimos viendo con cierta angustia nerviosa cómo se terminaba. Sólo eso.

Tuve que ir al baño. No había agua. Ni siquiera para llenar una cubeta y vaciar la taza.

Varias horas después, se habían acabado las cervezas y los refrescos.

No tardó mucho en dejarse sentir el miedo. "¿Ya volvió el agua?", preguntábamos como si fuera un amigo ausente. Nada. "Mamá, ¿tienes agua?", preguntó Claudia por teléfono a mi suegra. Luego a su hermana, a sus amigos. Nada.

El pánico estalló en unas horas, miles de personas se volcaron a los supermercados a abastecerse de agua embotellada, sólo para encontrarse con que su precio se había duplicado. Al día siguiente se quintuplicó, pero a esas alturas ya la gente se había vuelto loca, hordas enloquecidas tomaron las fuentes de los parques, las albercas públicas. La gente de las Lomas y el Pedregal defendía a tiros sus piscinas, la clase media se armó de palos y piedras para proteger tinacos y cisternas que de cualquier manera se evaporaron en pocas horas.

El ejército intentó repartir pipas de agua que fueron vandalizadas por la multitud sedienta. En pocos días, los prados y jardines se tiñeron de ocre, triste prólogo de su muerte. Chapultepec, el Ajusco, los Dinamos se cubrieron de hojas secas y árboles que elevaban sus ramas hacia el cielo como clamando clemencia, con los brazos crispados.

Por no hablar del olor, del hedor a muerte y hedores fecales que se cernieron sobre la ciudad como un velo pegajoso. Las...

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