El oficio del jurista en la doctrina de Juan Pablo II

AutorRigoberto Gerardo Ortiz Treviño
CargoDoctor en Derecho por la Universidad de Navarra con summa cum laude.

Doctor en Derecho por la Universidad de Navarra con summa cum laude.

Licenciado en Derecho con mención honorífica por la Universidad Panamericana de Guadalajara.

Diplomado en Antropología Filosófica y Ética por la Universidad Panamericana de Ciudad de México.

Miembro de la Barra Mexicana Colegio de Abogados.

Investigador titular en Derechos Humanos en el Centro Nacional de Derechos Humanos de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

Profesor titular de Derecho Romano en la Facultad de Derecho de la Universidad Panamericana de Ciudad de México y de Historia del Derecho Mexicano en la Escuela de Derecho de la Universidad Anahuac sede Sur.

Miembro del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano.

La tarea del historiador que se ocupe de Juan Pablo II será ingente. Ya durante su largo pontificado, fueron abundantes sus biografías y estudios monográficos en torno a una personalidad caleidoscópica. Compleja, pero como lo dijo André Frossard, era una personalidad cuya unidad fue atómica. Pocos hombres de tal coherencia cerraron el siglo pasado. Pocas personalidades tan firmes, abrieron este nuevo milenio, cuyo umbral posmoderno no trasluce un futuro prometedor. Juan Pablo II fue dramaturgo, filólogo, filósofo, teólogo, místico y... jurista.

A nadie sorprende tal carácter. Lo sorprendente es la producción jurídica durante el formidable pontificado de 26 años: El Código de Derecho Canónico de 1983; el Código de Derecho Canónico para las Iglesias Católicas Orientales de 1991; la Constitución Apostólica Divinus Perfectionis Magíster; la Constitución Apostólica Spirituali militium curae; la Constitución Apostólica Pastor Bonus; la Constitución Universi Dominici gregis, el Reglamento General de la Curia Romana y las Normas del Tribunal Apostólico de la Rota Romana... por mencionar algunas fuentes. La Historia del Derecho tendrá que concederle un lugar al lado de Graciano, de Gregorio IX, de San Raymundo de Peñafort, de Gregorio XV, de Pietro Gasparri, de San Isidoro de Sevilla y el gran largo etcétera de los magníficos juristas que han forjado una de las columnas del ius-commune: el derecho canónico. Quienes han respondido a la vocación del ars boni et aequi, podrán encontrar en Juan Pablo II al Papa jurista. Pero también fue un Papa para los juristas. Pocos pontífices han dedicado tantas líneas para el oficio del defensor de lo justo, pocos han dedicado tanta tinta y esfuerzo por precisar la relación entre la moral y lo jurídico, pocos han sabido asimilar con tal firmeza, la trascendencia de los derechos humanos. No por casualidad, Frossard lo identificó como el Papa de los Derechos Humanos.1 De Juan Pablo II se ha dicho que fue el Papa peregrino y el testigo de la esperanza. Este segundo aspecto es el que le ha dado al derecho un respiro ante lo que pudiera parecer su peor crisis. El Papa Wojtila vivió la tiranía Nazi, y providencialmente salvó su vida en la Polonia ocupada de la Segunda Guerra Mundial. Al término de tal conflagración, la ocupación Soviética en su patria, no vino a mejorar en nada el panorama. Hoy día, el papado de un polaco que vivió en carne propia tales tragedias, ha legado una estela de libertad: Con él se desmoronó la Cortina de Hierro y el imperio soviético se hizo añicos. Pero con el fin del mundo bipolar, la paz no ha sido una constante. Tras la segunda Guerra del Golfo Pérsico, en la que los Estados Unidos de América invadió a Iraq, el Derecho Internacional y la esperanza del respeto a los derechos humanos, en virtud de su universalidad, parecía también desmoronarse. Mientras el pesimismo contaminaba la atmósfera, se publicó un ensayo a manera de epílogo, redactado por el neo-positivista italiano Luigi Ferrajoli. Discípulo de la escuela de Bobbio y Scarpelli, apunta con gran inteligencia: "Si esto es así, la tesis de la crisis o, peor aún, del fin de la ONU y de la Unión Europea podría, aunque pueda parecer paradójico, invertirse"2. Y explica en consecuencia que: "Por primera vez, el Consejo de Seguridad de la ONU, situado frente a una pretensión ilegítima de los Estados Unidos, ha respetado su estatuto y ha sido fiel a su razón de ser: el mantenimiento de la paz. La legalidad internacional, por su parte, se ha convertido, como nunca antes lo había sido, en el criterio de valoración de la guerra."3 Así las cosas, la condena internacional se ha producido en nombre del derecho "(...) la mayoría de los gobiernos de los países miembros de la ONU, el papa y las diferentes iglesias, todas han leído, interpretado e impugnado esta guerra con el lenguaje del derecho."4 En efecto, el discurso de Juan Pablo II, en la tradicional Jornada Mundial de la paz, en esta ocasión, de enero de 2004, fue no sólo claro, convincente y esperanzador, como bien lo apuntó Ferrajoli. Fue conmovedor e imponente, pues quien dirigió esas palabras llenas de fuerza y convicción era un hombre que se consumía cual lamparilla, en virtud de una salud quebrantada. Ese mensaje se dirigió a los líderes de todas las naciones, a todo hombre de buena voluntad, pero especialmente a los juristas:

Me dirijo a vosotros, Jefes de las Naciones, que tenéis el deber de promover la paz. A vosotros, Juristas, dedicados a abrir caminos de entendimiento pacífico, preparando convenciones y tratados que refuerzan la legalidad internacional. A vosotros, Educadores de la juventud, que en cada continente trabajáis incansablemente para formar las conciencias en el camino de la comprensión y del diálogo. Y me dirijo también a vosotros, hombres y mujeres que sentís la tentación de recurrir al terrorismo como instrumento inaceptable, comprometiendo así, desde la raíz, la causa por la cual estáis combatiendo. Escuchad todos el humilde llamamiento del sucesor de...

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