Voto de Suprema Corte de Justicia, Pleno

JuezMinistra Olga Sánchez Cordero de García Villegas
LocalizadorGaceta del Semanario Judicial de la Federación. Tomo XXIX, Marzo de 2009, 1634
Fecha de publicación01 Marzo 2009
Fecha01 Marzo 2009
Número de resolución146/2007
Número de registro40174
MateriaDerecho Constitucional
EmisorPleno

De manera respetuosa, me permito reiterar mi posición a favor de la constitucionalidad de las normas impugnadas; sin embargo, debo disentir de algunas consideraciones vertidas en la sentencia aprobada por la mayoría, particularmente, las relacionadas con los planteamientos de fondo en relación con la existencia y naturaleza del derecho a la vida.


Las razones de la sentencia, a este respecto, fueron que "de una primera lectura de la Constitución mexicana, no encontramos de manera expresa ... el establecimiento de un derecho específico a la vida, el valor de la vida, o alguna otra expresión que permita determinar que la vida tiene una específica protección normativa ..."; asimismo, que "no se aprecia el establecimiento de un derecho a la vida a nivel constitucional y, por ende, en este momento no resulta apropiado hacer un pronunciamiento sobre el mecanismo mediante el cual este hipotético derecho pudiera ser oponible al resto de los derechos constitucionales".


La mayoría señaló, respecto al argumento esgrimido en el sentido de que la misma falta de mención por parte de la Constitución del término vida justamente implicaba su protección, ya que con la reforma a los artículos 14 y 22 de la Constitución se eliminó el término vida relacionado con la posibilidad de aplicación de la pena de muerte, que la "eliminación de la pena obedece a la existencia de obligaciones en derecho internacional en materia de derechos humanos para ajustarse a la tendencia internacional respecto de la abolición de la pena de muerte". Y que, "si la intención del órgano de reforma de la Constitución hubiera sido establecer algo tan relevante como un derecho general y absoluto a la vida, lo hubiera establecido de manera expresa y no hubiera dejado lugar a suposiciones y especulaciones sobre el fundamento de la reforma constitucional específica sobre la pena de muerte."


Así también, se establece en el criterio mayoritario, es dable señalar que "los instrumentos internacionales de derechos humanos sí garantizan y protegen el derecho a la vida, pero no como un derecho absoluto y que la garantía [de ese derecho] se dirige de manera particular a la privación arbitraria de la vida y a la pena de muerte"; que estos instrumentos "no definen el momento en el cual inicia la protección del derecho a la vida, ni desde qué momento el ser humano es sujeto de protección"; y que "el derecho a la vida debe ser regulado por el legislador nacional de conformidad con sus competencias y facultades" y, por tanto, que "México no se encuentra obligado a proteger la vida desde el momento de la concepción o algún [otro] momento específico".


De esta manera, la sentencia parte de la conclusión, a la que arriba luego de ese análisis, de que "lo único que podemos encontrar en la Constitución de manera expresa, son previsiones constitucionales que de manera positiva establecen obligaciones para el Estado de promocionar y hacer normativamente efectivos derechos relacionados con la vida"; que "la Constitución, no reconoce un derecho a la vida en sentido normativo, pero establece que una vez dada la condición de vida, existe una obligación positiva para el Estado de promocionarla y desarrollar condiciones para que todos los individuos sujetos a las normas de la Constitución aumenten su nivel de disfrute y se les procure lo materialmente necesario para ello."


Por ello, parte de la aceptación de la existencia de un "bien constitucional e internacionalmente protegido,(1) expresado en la prohibición del Estado de establecer sanciones penales de privación de la vida o de ejecutar sanciones que tuvieran ese efecto de manera arbitraria, y como derecho en un sentido relativo e interdependiente con los demás derechos", que no encuentra "ningún fundamento constitucional o internacional para un mandato de penalización de su afectación que permitiera sostener que existe una obligación del legislador para el establecimiento o mantenimiento de un tipo penal específico".


Mi disenso es, precisamente, respecto de las premisas anteriores, pues parten de consideraciones con las que discrepo, pues estimo que el análisis de este tema constitucional debe partir de considerar a la vida como un derecho, tal como fue determinado por el Tribunal Pleno de la Suprema Corte al resolver la acción de inconstitucionalidad 10/2000, y no como un bien constitucional e internacionalmente protegido, como se verá, una cuestión de matiz, pero que, a mi juicio, resulta de particular entidad a efecto del análisis constitucional.


En efecto, si se parte de esa premisa (la existencia y reconocimiento del derecho a la vida), el juicio constitucional no puede ser el mismo que en la sentencia se plasma. Ello, derivado del planteamiento de los accionantes sobre la naturaleza absoluta de ese derecho. Y, dado que en la sentencia se afirma que tal derecho no es sino un bien constitucionalmente protegido, respecto del que no existe un mandato expreso para penalizarlo, me parece que el análisis particular debe partir de la premisa del reconocimiento de tal derecho y, en consecuencia, el análisis debe hacerse atendiendo a los precedentes en los que el Tribunal Pleno ha determinado los requisitos que deben cumplirse para el desarrollo de los límites de los derechos fundamentales y la regulación de sus posibles conflictos por parte del legislador.(2)


A ese respecto, en primer término, debe decirse que cuando existe un conflicto entre normas constitucionales que propician soluciones distintas y contrastantes para el caso de que se trate, éste no puede resolverse de acuerdo con los tradicionales criterios de resolución de antinomias (o sea, mediante la declaración de invalidez de una de ellas o considerando que una constituye una excepción permanente a la otra), pues la Constitución no establece un sistema de prioridades o excepciones absolutas entre estas normas. Es más, podría decirse que todas ellas gozan, por así decirlo, de la misma "categoría constitucional" y que, por consiguiente, ninguna puede prevalecer a costa de un sacrificio desproporcionado de las otras.


Las normas constitucionales son simultáneamente válidas y, por ello, cuando entran en conflicto se configuran como mandatos de optimización, es decir, como normas que ordenan que se realice algo en la mayor medida posible en función de las posibilidades fácticas y jurídicas. Por eso las colisiones entre estas normas se superan mediante lo que ha dado en considerar o evaluar el peso o la importancia de cada una de ellas en el caso que se juzga tratando de buscar una solución armonizadora; una solución que, en definitiva, optimice su realización en ese supuesto concreto.


Pero también es verdad que en muchos otros supuestos (la mayoría), esa solución armonizadora o conciliadora no es posible y el resultado de la ponderación consiste necesariamente en otorgar preferencia a uno de los principios en pugna. Precisamente por ello suele decirse muchas veces que mediante la ponderación se da valor decisorio al principio que en el caso concreto tenga un peso mayor; pero hay que insistir, en el caso concreto. Con la ponderación no se logra una respuesta válida para todo supuesto, sino que sólo se establece un orden de preferencia relativo al caso enjuiciado que, por tanto, no excluye una solución diferente para otro caso.


Ahora bien, el ejercicio de ponderación o también llamado juicio de razonabilidad no significa que estemos ante una tarea esencialmente arbitraria y sin sujeción a reglas, pues cabe la posibilidad de ensayar algún método para resolver estos conflictos. De hecho, por vía jurisprudencial, como esta Corte ha venido sosteniendo, se pueden crear condiciones de prioridad en abstracto, es decir, las condiciones bajo las cuales una norma constitucional prevalece sobre otra.


Una vez establecido lo anterior podemos hacer la siguiente pregunta:


¿Cuáles son los derechos fundamentales que procede ponderar en el presente caso?


Por un lado, debemos hablar de los derechos de la madre consistentes en salud y vida de la mujer; y por el otro del derecho a la vida del nasciturus.


Ahora bien, si damos por bueno el procedimiento antes relatado respecto a la forma de realizar la ponderación entre dos o más principios constitucionales, debemos partir, en primer lugar, del principio de que los derechos que se están reconociendo respecto de la madre tienen la misma categoría que el derecho a la vida del nasciturus. En efecto, de nuestro orden jurídico y, específicamente, del Texto Constitucional y de los tratados internacionales (como bien se afirma en la sentencia) no podemos desprender que el derecho a la vida sea absoluto e irrestricto. Pues, no obstante que este Alto Tribunal ya se ha pronunciado en el sentido de que el derecho a la vida sí se encuentra protegido constitucionalmente y que se trata de un derecho intrínseco a los seres humanos sin el cual no cabe el disfrute de los demás derechos; inherente a éste se encuentra también el derecho a la dignidad, del cual se desprenden otros como la libertad reproductiva, la libertad de autodeterminación, al libre desarrollo de la personalidad, entre otros. Es decir, estamos exactamente frente a la necesidad de establecer cuál derecho deberá prevalecer, sin que ello implique la anulación del otro, sino simplemente como un ejercicio de ponderación para el presente caso.


Quedó precisado que, para realizar una ponderación que resuelva una eventual colisión de derechos, la primera etapa consiste en ubicar al menos dos bienes constitucionales de igual relevancia, como en esta situación lo son el derecho a nacer del producto de la concepción, de un lado, y los derechos a la salud, la vida y la libertad de las mujeres, del otro, todos reconocidos en nuestro Texto Constitucional y las fuentes de derecho de origen internacional pertinentes al caso.


En un segundo momento, es debido analizar la idoneidad o adecuación de las medidas que se piensa pueden servir para salvaguardar cada uno de esos derechos fundamentales por separado, a fin de erradicar de entrada cualesquiera soluciones que por no servir como medios a la obtención de esos fines consistentes en la protección de derechos de jerarquía constitucional, evidencian a causa de dicha carencia que constituyen medidas abiertamente irracionales y arbitrarias.


En el tercer estadio de un ejercicio de ponderación, las medidas que intenten ser el medio para defender derechos fundamentales tienen que observarse a la luz de la pauta de necesidad. En este punto, esas medidas deben ser contrastadas no sólo ante los derechos que protegen sino primordialmente frente a los derechos que pretenden limitar, considerándose razonables exclusivamente aquellas medidas que restrinjan en el menor grado posible los derechos que van a afectar.


Si agotado lo anterior no se halla una solución correcta, se avanza a la etapa final de un ejercicio de ponderación consistente en efectuar un juicio de proporcionalidad en sentido estricto. Para conducirlo, lo que ha de buscarse es que al menos en el mismo grado en que se afecte o limite al derecho fundamental derrotado en el caso concreto, se beneficie o amplíe el ámbito del derecho que se estime prevaleciente, y para conocer esos grados de restricción y apertura en equilibrio, de lo que es debido cerciorarse es de qué tanto se afecta al derecho derrotado, qué tanto se beneficia al derecho prevaleciente y, finalmente, que sea mayor el beneficio obtenido que la limitación sufrida entre esos derechos contendientes.


A partir de esto, se puede observar claramente que se está en presencia de lo que, en algún sector de la doctrina, se ha denominado como "caso trágico", toda vez que impuesto el embarazo por el propio Estado, a través de la vía de la penalización de su interrupción, las mujeres irremediablemente tienen que continuar con un embarazo no deseado y, en ese sentido, se les expone a diversas afectaciones a su salud física y mental, siendo la más grave, e incluso con peligro de muerte, la práctica de un procedimiento de aborto clandestino. En tanto que, de no penalizarse la interrupción del embarazo, bajo ciertas condiciones, en los supuestos en que se realice se afecta inevitablemente la vida del nasciturus.


Expuesta, en mi concepto, la magnitud del problema, y tomando en consideración las jurisprudencias P./J. 84/2007, P./J. 85/2007 y P./J. 86/2007, resulta prudente continuar este ejercicio de ponderación.


En ese contexto, lo importante es observar que en este asunto se enfrentan dos medidas abiertamente contradictorias, respecto de cada una de las cuales se aduce que se encuentran justificadas porque atienden a la defensa de una finalidad o un bien constitucionalmente relevante, también en aparente conflicto. Por un lado, la medida que no criminaliza la interrupción del embarazo siempre que concurran las condiciones ya conocidas (que se practique antes de que comience la semana trece de iniciado ese proceso biológico o que de realizarse con posterioridad se actualice alguna de las excluyentes de responsabilidad penal del delito de aborto) y, por el otro, la medida que penaliza, bajo cualesquiera circunstancias, dicha interrupción, entendiendo además que el embarazo comienza con la fecundación de un óvulo.


Ahora bien, la medida que no criminaliza la interrupción del embarazo sí resulta una medida idónea o adecuada para salvaguardar los derechos de las mujeres previamente mencionados, porque sólo ofrece la oportunidad de decidir sobre la no imposición de un embarazo sin la criminalización de su interrupción implementando, a su vez, medidas que optimicen las condiciones de atención médica que protejan su vida y su salud, sin que de modo alguno esa posibilidad sirva al Estado para imponer nada a las mujeres, esto es, ni continuar con un embarazo no deseado, ni interrumpirlo de manera forzada; así como tampoco facultar a la autoridad para privar de la vida.


En cambio, la medida que obliga a la culminación del embarazo bajo la amenaza de la penalización de su interrupción no constituye un medio idóneo para proteger el derecho a nacer del producto de la concepción, porque de cualquier forma las mujeres que no quieran estar embarazadas se someterán a un aborto, solamente que en condiciones riesgosas para su vida y su salud. En ese orden de ideas, la penalización es totalmente ineficaz para salvar vidas pues, inclusive, podemos inferir que en los lugares y épocas donde existe, es mayor el número de abortos que en aquellos donde se permite esa interrupción, y es más, lejos de salvar vidas provoca más muertes, las de las mujeres que se someten a abortos clandestinos.


Es por ello que, a fin de reducir el número de abortos, deben instrumentarse por el Estado (en los diversos ámbitos de competencia) políticas públicas integrales y eficaces en materia de salud reproductiva y educación sexual, para evitar embarazos no deseados y, a la par, combatir la discriminación a las mujeres por causas económicas, biológicas y sociales que tienen que ver con la maternidad. Si esas políticas no existen o no son realmente efectivas, no es factible pensar en la posibilidad de llevar a término un embarazo, conciliando los derechos en conflicto a fin de darles cumplimiento.


A mi juicio, existe una norma ineludible: la protección de la vida, por lo que el aborto consentido es la excepción. Esta excepción se justifica a partir de la no imposición de un embarazo no deseado en condiciones que perjudiquen la vida y la salud de la mujer y que la lleve a ser sometida a tratos crueles, inhumanos y degradantes. Cuestión que ha quedado manifiesta en el documento que aportó a esta acción la Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia de la UNAM, cuando señala:


"La violencia que rodea a las mujeres que abortan sigue siendo un punto pendiente en la construcción de la ciudadanía y los derechos humanos de las mujeres, pues en las instituciones de salud a las mujeres que abortan se les descalifica, se les señala, se les estigmatiza, se les maltrata, se les violenta verbal y actitudinalmente, se les aisla, se les atiende al final, se les culpa, se les grita, se les trata como delincuentes o como sospechosas de haberse provocado a propósito el aborto. Además que la atención médica que se les brinda no es de calidad en la mayoría de los casos, y en ocasiones quien provee el servicio sobre todo si es varón quien realiza el procedimiento, lo efectúa de una manera agresiva como si quisiera castigarla para que no vuelva a practicarse un aborto, convirtiéndose así los proveedores de salud como Jueces de las mujeres."


Como sea, si quisiera insistirse en que la medida que penaliza bajo cualesquiera circunstancias la interrupción del embarazo, es de algún modo una medida idónea, o que por lo menos resultaría adecuada una medida menos drástica, como lo establece el régimen de excusas absolutorias, habría que evaluar las medidas en conflicto bajo el criterio de necesidad, ya que no se permiten afectaciones excesivas a los derechos.


Ahora, si bien es claro que la imposición de un embarazo es la medida más dañina para los derechos de las mujeres aquí invocados, pues los elimina, igual de fácil resulta apreciar que pretender emplear la penalización como su respaldo, cuando se lleva a cabo antes de las doce semanas de gestación, no se ajusta a la pauta de necesidad en razón de que provoca la afectación de los mencionados derechos, ya que tomando en cuenta que el derecho penal (como también se afirma en la sentencia aprobada por la mayoría) es una medida de última ratio, se estaría sometiendo a la mujer a un proceso penal, el cual, en su caso, pudiera llegar a ser restrictivo de su libertad. Y, aunque decidiera el J. no imponer la privación de la libertad, el hecho de someterla a un proceso penal, es ya, por sí mismo, criminalizarla.


Lamentablemente, en el otro extremo de la balanza también habrá de reconocerse que la posibilidad de interrumpir un embarazo hasta la duodécima semana de gestación, constituye la medida más dañina para el derecho a nacer del producto de la concepción, pues niega de raíz ese derecho. Sin embargo, debe reconocerse que, al establecerse la temporalidad para la práctica de un aborto, ello encuentra sustento científico y también en el hecho de que entre mayor sea el tiempo de gestación, mayor será el peligro para la vida y la salud de la mujer y, a menor tiempo de gestación, ese riesgo será menor.


A causa de lo anterior -pero sin olvidar que ha quedado comprobado que la imposición del embarazo por parte del Estado, a través de la penalización de su interrupción no resulta una medida adecuada además de ser excesiva-, importa seguir adelante con un juicio de ponderación como el presente para terminar de demostrar que, por trágico que sea, no criminalizar esa interrupción en los supuestos regulados en la legislación del Distrito Federal no resulta una opción inconstitucional, como lo sería su contraria.


Ello es así porque, de seguirse un juicio de ponderación, de proporcionalidad en sentido estricto, debido es concluir que prevalecen en el caso concreto los derechos fundamentales a la salud, vida y libertad de las mujeres, por encima del derecho a nacer del producto de la concepción.


El razonamiento que sostiene tal conclusión encuentra a su vez soporte en el hecho de que la culminación del embarazo es únicamente una posibilidad, en tanto que la afectación producida por la imposición del embarazo es una realidad, como real es el peligro al que se sometería a las mujeres en su vida, salud y libertad con la penalización.


Nuevamente viene a cuenta que se está ante un "caso trágico", toda vez que las afectaciones a los derechos en conflicto son igualmente graves. La interrupción del embarazo termina con el derecho a nacer del producto de la concepción, tanto como su imposición, a través de la penalización, llega a privar de la libertad a la mujer, por más que la afectación resultante de este proceso sea para ellas meramente "temporal", como se señalaba en el proyecto que originalmente fue discutido. Sin embargo, a mi juicio, esa afectación es definitiva y permanente, pues se ve alterada su vida laboral, familiar, educativa, profesional, social y la vida en su integridad.


En esta encrucijada, debe buscarse la solución del conflicto a partir del contraste de la menor afectación de los derechos fundamentales enfrentados.


Así, de obligarse a las mujeres a culminar un embarazo no deseado, dejando de lado sus derechos, el beneficio que podría seguirse para el derecho a nacer del producto de la concepción de cualquier modo permanecería incierto, no tanto porque la persona a la que se le impusiera un embarazo podría tener la suficiente determinación para someterse a un aborto clandestino; sino por el innegable hecho de que continuaría latente la posibilidad de que tal embarazo no concluyera por diversas razones, entre ellas, las razones naturales, ya que el derecho a nacer tiene por base una contingencia.


Por lo mismo, los beneficios para ese derecho únicamente son contingentes. En cambio, tratándose de los derechos de las mujeres involucradas en este debate los beneficios que obtendrían de continuar permitiéndose en ciertas condiciones la interrupción legal del embarazo no depende de incertidumbre alguna. Al no imponérseles el embarazo y estar previstas políticas públicas integrales en la materia, nada impide que interrumpan el embarazo en condiciones óptimas para su salud, en cualquier sentido. Todo lo cual inclina la balanza a favor de la constitucionalidad de la legislación examinada.


Falta, sin embargo, enfrentar esta conclusión con algunos de los argumentos que todavía resultan pertinentes u otros que pudieran ponderarse.


Uno de ellos tiene que ver con el uso de un argumento de tipo kantiano, que en lenguaje jurídico se traduce en recordar que ningún derecho puede ejercerse en perjuicio de terceras personas, que las libertades encuentran su límite en donde inician las de las demás, razón por la cual, afirman quienes así lo sostienen, que los derechos de las mujeres no pueden ser invocados para privar del derecho a nacer del que es titular el producto de la concepción. Aunque sugerente, este argumento puede ser fácilmente invertido, ya que funciona en dos sentidos, pues tampoco las mujeres pueden ser usadas como medios para la procreación, para fines no propios; sino sólo como fin en sí mismas, porque, a diferencia de cualquier otra prohibición penal, la prohibición del aborto equivale a una prohibición -la de convertirse en madre, soportar un embarazo, parir, criar un hijo- en contraste con todos los principios liberales del derecho penal.


Al respecto es conveniente señalar que, por la peculiar relación que existe entre el embrión y la mujer, la cual no existe con el hombre, la diferencia biológica puede traducirse en una diferenciación y, sin embargo, con paradoja aparente, esto no contradice, sino que, al contrario, está implicado por nuestro principio de igualdad, y precisamente en su nombre debe ser reivindicado. En efecto, en materia de gestación los varones no son iguales a las mujeres y es sometiéndolas al control penal que se les desvaloriza como personas y se les reduce a instrumentos de procreación, con lo que se evidencia un trato discriminatorio al no penalizar más que a ellas.


No puede, por tanto, configurarse un "derecho a la paternidad voluntaria" análogo y simétrico a la posibilidad de la mujer de embarazarse, por la simple razón de que la gestación y el parto no pertenecen biológicamente a la identidad masculina, sino sólo a la femenina (cuestión que es también tratada en la sentencia). Allí donde la decisión de traer o no al mundo a través de un cuerpo femenino estuviera subordinada también al acuerdo con los potenciales padres, la decisión de éstos sería sobre el cuerpo de otra persona y equivaldría, pues, al ejercicio de un poder del hombre o del Estado sobre la mujer que violaría al mismo tiempo la libertad de las mujeres y el igual valor de las personas.


De igual manera, debe tomarse en cuenta que si bien opera el principio pro homine, éste aplica no sólo al derecho a la vida del embrión menor a doce semanas, sino que también opera respecto del derecho a la vida y la salud de la mujer y los demás derechos que se vinculan.


En ese sentido, al resultar igualmente aplicable el principio pro homine respecto de ambos derechos en colisión, debe atenderse, como razones de peso, a otros principios que igualmente resultan útiles en el juicio de ponderación, como lo son los principios pro libertae y pro legislatore, los cuales en esencia resultarían determinantes en cuanto a los derechos de la mujer.


En una sociedad democrática se asume que existe un pluralismo valorativo y se rechaza que algún grupo, por numeroso que fuese, intente imponer a otros sus creencias. Los principios y valores que asumimos en una sociedad democrática, mismos que se reflejan en la Constitución mexicana, ya sea como valores, derechos fundamentales o principios, nos sirven para evaluar jurídica, pero también moralmente diferentes estados de cosas, acciones y consecuencias. Muchas veces en casos específicos no es fácil determinar qué valor, principio o derecho debe prevalecer frente a otros que también consideramos pueden ser aplicables. En casos complejos o difíciles nos vemos entonces obligados a evaluar las circunstancias a la luz de distintos valores o principios que entran en conflicto.


La ponderación es un instrumento de la razón que usamos para tratar de determinar qué valor o principio pesa más que otros en tales circunstancias. Ponderar implica realizar ajustes a nuestros valores y principios, delimitarlos y restringirlos cuando entran en relación con otros. Implica ser sensibles a las consecuencias que se producen por la aplicación o inaplicación de uno u otro principio (o derecho) en conflicto. La ponderación no puede hacerse sino a la luz de tomar en cuenta las circunstancias específicas de un caso concreto y de justificar racionalmente -o al menos razonablemente- estos ajustes. A través de estas operaciones tratamos de que nuestro sistema de valores y principios morales se vaya construyendo de una manera más coherente y consistente, pero asumiendo que esta labor es permanente y que difícilmente llegaremos a tener un sistema terminado que ya no necesite de más ajustes.


En estos casos, algunas morales religiosas o absolutistas (fundamentalistas), postulan un valor o un principio como supremo y lo aplican en los juicios sin tomar en consideración las consecuencias que producen, esto es, las consecuencias son irrelevantes para determinar si el principio ha de aplicarse o no. Desde algunas éticas de este tipo, el problema del aborto se plantea a la luz de un solo valor: la vida del producto. Este valor es absoluto y no admite restricciones. Los derechos de la mujer, las consecuencias no queridas que produce la penalización, la ineficacia misma de la penalización del aborto, etcétera, no cuentan nada para restringir el pretendido derecho a la vida del producto.


Pero esta concepción es inaceptable en un país plural, donde el ciudadano es libre de tener distintas creencias morales, religiosas y políticas. Nadie puede imponer una visión religiosa, ningún dogma religioso puede servir en tanto tal en una discusión pública, ni menos en una discusión judicial. Los valores, principios y derechos que se postulen han de entrar a una especie de juego donde unos y otros entran en relación y/o en conflicto.


Desde una ética laica tenemos que pensar en el aborto como un problema complejo, tenemos que ser sensibles a las consecuencias que ha producido el penalizar la conducta de abortar como a las consecuencias de despenalizar el aborto en las primeras doce semanas de embarazo. No podemos partir de un dogma que postule un valor o un derecho como el más importante o valioso, tenemos que asumir que hay una pluralidad de valores, principios y derechos, algunos de los cuales consideramos más importantes que otros, pero rechazamos que exista sólo uno que sea superior en toda ocasión a los demás.


Una ética laica está comprometida con ciertos valores y principios (consistentes con nuestros valores constitucionales), pero los considera valores prima facie, es decir, que en principio son aplicables a ciertos casos, pero que su aplicación ha de resolverse, en última instancia, cuando evaluemos cómo se relaciona o entra en conflicto con otros valores o circunstancias específicas en un caso concreto. En esta evaluación que hacemos no podemos ser indiferentes a las consecuencias.


Cuando existe al menos una duda del todo razonable sobre el estatus del embrión y del feto, duda que se refleja en que para algunos no puede ser considerado una persona; cuando nuestros argumentos no alcanzan para persuadir a quienes piensan que el embrión es un ser humano valioso como cualquiera de nosotros, nos enfrentamos no sólo a un problema de creencias, sino también a un problema de actitudes. No es éste el espacio de discusión para señalar el porqué creo que, al menos en cuanto a las creencias, las de estos últimos son erróneas. Lo que sí me parece importante es destacar que la discusión que ellos presentan se centra en este punto y se ignora totalmente el de los derechos de la mujer.


Al menos es claro que tanto para unos como para otros la mujer es una persona con derechos (incluso cuando se sostienen visiones machistas de la mujer); con derecho a su vida, a su integridad, con derecho a la salud, a la autonomía, a sus derechos reproductivos, etcétera. Además, en el plano constitucional es claro que nadie ha puesto esto en tela de juicio, la mujer tiene todos estos derechos reconocidos de manera expresa y clara.


Estamos, sin duda, obligados a una interpretación no restrictiva de derechos humanos, pero lo que es muy claro y no es controvertible es que la mujer es un ser humano que tiene derechos y que éstos están consagrados de manera expresa y clara en la Constitución, que la penalización del aborto la coloca en una situación de vulnerabilidad, de la cual es víctima, que su vida se ve afectada y que se ven vulneradas su salud y su autonomía.


Por las razones anteriores, disiento de las consideraciones que vierte la mayoría en la sentencia sobre la base de considerar, como premisa básica, el desconocimiento del derecho a la vida, y estimo que el análisis debe partir, precisamente, del reconocimiento de ese derecho, como en este voto particular he intentado expresar.



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1. C. propias


2. En términos generales, señalan esas tesis, la limitación a una garantía individual debe: a) perseguir una finalidad constitucionalmente legítima; b) ser adecuada, idónea, apta y susceptible de alcanzar el fin perseguido; c) ser necesaria, es decir, suficiente para alcanzar la finalidad constitucionalmente legítima, de tal forma que no implique una carga desmedida e injustificada para el gobernado; y d) ser razonable, de tal forma que cuanto más intenso sea el límite de la garantía individual, mayor debe ser el peso o jerarquía de las razones constitucionales que justifiquen dicha intervención.



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