Víctor M. Brangier, Saber hacer y decir en justicia. Culturas jurídico-judiciales en la zona centro-sur de Chile (1824-1875)

AutorMariana Moranchel Pocaterra
Páginas78-83
REVISTA DEL INSTITUTO DE LA JUDICATURA FEDERAL, NÚMERO 50
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VÍCTOR M. BRANGIER, SABER HACER Y DECIR EN JUSTICIA. CULTURAS JURÍDICO-JUDICIALES EN LA ZONA
CENTRO-SUR DE CHILE (1824-1875). ROSARIO, PROHISTORIA EDICIONES, 2019, 212 PP.
Saber hacer y decir en justicia explica la realidad judicial de la zona centro-sur de
Chile, en un periodo delimitado por dos hechos significativos para la integración de un
sistema judicial en aquel país. Inicia en los albores de la República, con la expedición en
1824 del “Reglamento de Administración de Justicia”, que instituyó las atribuciones que
regirían a juzgados y tribunales en las décadas posteriores a la independencia. El análisis
concluye en 1875, momento en que se decretó la Ley de Organización y Atribución de
Tribunales, el cual representó la consolidación del proceso codificador en materia judicial.
Esta delimitación temporal permite al autor explorar no sólo el ejercicio legislativo, sino
también otros fenómenos culturales y sociales que cruzaron la justicia ordinaria en sus
dinámicas cotidianas y, en consecuencia, determinaron formas específicas de encauzar los
conflictos interpersonales.
Sus páginas se avocan a investigar el funcionamiento de la justicia lega en un
periodo particularmente importante en la historia del derecho latinoamericano, en el que
tuvo lugar un proceso orientado a la instauración de un orden jurídico positivo, empujado
por grupos ilustrados y letrados. Esta obra pertenece a una línea de investigación que se
ha revitalizado a partir de nuevas preguntas y que ha tenido como base de análisis la
consulta de cuerpos documentales archivísticos hasta entonces poco explorados.
Son plurales las perspectivas desde las que ha explicado la también llamada
“justicia de proximidad”, término recurrente sobre todo e n la historiografía francesa,1
pero que ha sido retomado a ambos lados del Atlántico. Una arista a la que con frecuencia
se le presta atención es la institucional. Se han escrito historias sobre la operatividad de
los juzgados según los marcos jurídicos establecidos durante la etapa de construcción de
los Estados nacionales. Al problematizar la relación entre justicia y sistemas político-
administrativos, una de sus aportaciones radica en la identificación de las competencias
de que gozaban tanto las diferentes instancias judiciales como los Magistrados y Jueces,
letrados o legos.2 El asunto de la ley, elevada en el siglo XIX a un papel más predominante,
marca en buena medida los derroteros de estos trabajos. Se avanza con ello en la
indagación de las características que modelaron, bajo los principios del liberalismo, los
1 Como ejemplo pueden consultarse, Jacques-Guy Petit (dir.) Une ju stice de proximité, la justice de paix
(1790-1958), Doit et justice, París, PUF, 2003; Gu illaume Métairié, Des jug es de proximité: les juges de paix.
Biographies pa rissiennes, París, L´Harmattan, 2002, Guillaume Métairié, La justice de proximité. Une
approche historique, París, PUF, 2004.
2 Un trabajo clásico al respecto es el de Thomas Flory, El juez de paz y el jurado en el Brasil imperial, México,
FCE, 1986 (edición en inglés de 1981).
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procedimientos de la justicia ordinaria, en materia tanto civil como criminal.
En las últimas décadas hemos conocido nuevas rutas de análisis que complejizan el
fenómeno de la normatividad y los mecanismos de resolución de conflictos. La historia del
derecho se ha visto revitalizada por un giro de enfoque, al ocuparse también de la historia
de la justicia, vista como un campo de análisis más amplio e integrador, acorde a las
propuestas hechas desde la antropología. Hoy en día es innegable que los historiadores de
la escuela inglesa marxista han tenido y tienen, desde las décadas de 1960 y 1970, un
impacto profundo en la manera de escribir la historiografía en todo el continente
americano. Sus planteamientos teóricos llevaron a interrogar al derecho y la justicia desde
un abordaje “social”. Actores que hasta entonces habían sido soslayados fueron puestos
en el centro de las tramas y, lo más trascendente, es que revelaron formas nuevas en que
esos grupos subordinados se relacionan con las autoridades y los sectores acaudalados.
Desde un punto de vista histórico, la ley y la justicia se han venido entendiendo como
arena de disputas entre sectores devenidos antagónicos por el tipo de intereses que
defienden, más que como la imposición de un mecanismo ideado desde las cúpulas y
aplicado sin resistencia ni conflicto entre las demás capas sociales.
La obra toma distancia de las premisas que sostienen que las instituciones
judiciales cumplieron una función de control y disciplina social, especialmente contra los
individuos que vivían en la base de la pirámide social, durante el tránsito del Antiguo
Régimen a los Estados nacionales. La revisión de una robusta muestra documental,
integrada por cientos de juicios criminales, conduce a Brangier a cuestionar los alcances y
validez de ese modelo explicativo. En cambio, opta por un enfoque primordialmente
cultural. El análisis de los lenguajes, discursos, representaciones y valores constituyen el
núcleo de su explicación sobre algunas de las coordenadas en las que descansó el
funcionamiento de la justicia lega o de vecinos. No es casual que una de sus categorías
vertebrales sea la de “culturas jurídico-judiciales” –su importancia se refleja en que
conforma el subtítulo del volumen, que le sirve como punta de lanza para explorar a un
mismo tiempo la norma y la práctica, ambas asentadas en un “sustrato simbólico y
axiológico que orientaba las emotividades, las tácticas, los intereses y las expectativas en
situación judicial”.
No se trata aquí de negar la importancia que las ideas políticas y jurídicas,
ciertamente trazadas por grupos selectos de letrados, tuvieron en la construcción de un
entramado institucional en materia de justicia criminal. De hecho, ese es un punto de
inflexión del libro, gracias al cual el lector puede situarse en el complejo edificio judicial,
“escenario” de las historias que más adelante se contaran, y que fue levantado entre
cambios y continuidades generadas tras el fin de la monarquía hispánica en los territorios
americanos. El autor se propone más bien ensanchar los ángulos de las miradas. Las
experiencias que albergó la población durante su paso por las instancias judiciales son
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presentadas con la misma relevancia que las experiencias que jueces, magistrados,
legisladores y políticos tuvieron a raíz del desempeño de sus actividades de gobierno y
justicia. El contacto entre unos y otros hizo manifiesta una circulación de saberes con los
cuales se tejían esas culturas jurídico-judiciales. El modo en que los justiciables actuaban y
hablaban se basaba, ante todo, en lo que esos hombres y mujeres sabían y esperaban
acerca de la justicia.
Así, la obra hace eco de un panorama más amplio de debates y posturas
metodológicas. Sin hacerlo del todo explícito, s e encuentra influida por postulados
discutidos desde décadas atrás y todavía en la actualidad por la sociología y la
antropología, en el sentido de que identifica a la justicia como un “fenómeno social”.
Jueces y Magistrados no fueron meros agentes de contención de la población, ni tampoco
aplicadores automáticos de la ley escrita, sino que, al formar parte de un mismo contexto
histórico, negociaron todo el tiempo con otros actores al momento de definir el sentido
de lo justo y de las aplicaciones diversas de la norma. La utilización de dos nociones clave
expresan con claridad cómo se posiciona el presente libro en el universo bibliográfico
actual: negociación y uso social. Ambas han servido y sirven para cuestionar las visiones
monolíticas sobre la verticalidad hegemónica del poder, y abonan en ampliar la visión de
lo político hacia el campo de las prácticas culturales y entre actores sociales excluidos de
posiciones de autoridad, prestigio o primacía económica.
Estructurado en tres capítulos bien diferenciados, el libro da voz tanto a jueces
como a justiciables. El capítulo uno desarrolla un análisis de la estructura judicial
republicana, sus rasgos más notorios, el perfil de los juzgadores (jueces de letras, alcaldes,
subdelegados) y la reconfiguración sucesiva de sus atribuciones a la luz de las
contingencias políticas y las reescrituras del discurso legal. El lente de observación se
enfoca en la realidad rural de tres provincias (Maule, Talca y Colchagua) las cuales están
ubicadas en el centro-sur del territorio chileno. Las décadas que siguieron a la
independencia fueron tiempos de cambios para esta zona. La hacienda, con su sistema
latifundista de producción, experimentó un crecimiento a expensas de las tierras de
pequeños agricultores, debilitando con ello la propiedad comunitaria que se tenía de esta.
Hallándose desposeídos, contingentes de individuos terminaron por incorporarse a un
mercado de trabajo campesino al servicio de medianos y grandes terratenientes. Este
acercamiento a la estructura socioeconómica de la región servirá para entender quiénes
eran y a qué se dedicaban los hombres y mujeres que comparecieron en los tribunales, y
porqué aquella era una justicia de vecinos.
En razón de que no existía una especialización operativa de los juzgados, fue
imperativo que otros actores, igualmente legos en su mayoría, intervinieran en la
tramitación de juicios, así como para la defensa y asesoría de los justiciables. Como
poseedores de un rico saber en torno a las culturas jurídico-judiciales, tinterillos,
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representantes, testigos, curadores y defensores fungieron como mediadores entre jueces
y población, ante la estreches de los recursos humanos y materiales en que podían
apoyarse los jueces.
El análisis de los discursos en torno a la cultura jurídico-judicial comienza de lleno
en el capítulo dos. Este ahonda en el estudio de los lenguajes, estrategias y gestos que se
tradujeron en argumentos judiciales al momento en que las partes enemistadas
deslindaron los plurales sentidos de lo justo. En este punto destaca un manejo exhaustivo
y minucioso de juicios abiertos por la denuncia de un abanico amplio de conductas
estipuladas como delitos. Como heredera del derecho y la justicia propia de la monarquía
hispánica, la actividad cotidiana de los juzgados republicanos se vio permeada por
nociones de antigua data: la protección del desamparado como uno de los principios guía
en las políticas del rey y sus representantes; la alusión a la pobreza, las necesidades
materiales o el daño pecuniario eran traídos a cuenta una y otra vez como estrategias de
defensa o acusación.
Como toda justicia lega, los usos y costumbres constituían un componente angular
en la justicia chilena, asociados al manejo del arbitrio judicial. Las resoluciones y acuerdos
se construían a menudo bordeando los dictados de la ley, gracias a la existencia de
códigos culturales y prácticas comunes, reconocidas tanto por las partes en conflictos,
como por jueces y agentes judiciales. El valor del honor, que estaba presente en todos los
estratos sociales, si bien con significados distintos en cada uno de ellos, era esgrimido para
salvaguardar la legitimidad de la palabra.
Los variados matices de la práctica del perdón, cuya centralidad se remontaba más
allá de los tiempos coloniales, se develaron plenamente vigentes en la era republicana. En
conjunción con sus raíces en el cristianismo, el rey había echado mano de ese dispositivo
como vía de legitimidad de su autoridad, porque el castigo severo traía consecuencias
negativas al cuerpo social y a la convivencia de sus integrantes. La alegoría del soberano
compasivo que aplicaba penas moderadas y conmutaba las graves por otras suaves
contribuyó a apuntalar su imagen del juez justo. La potencialidad que implicaba el apelar a
ese gesto indulgente fue bien conocida por los litigantes, aunque ya no hubiese rey. De
modo que, para inculparse y flexibilizar las penas, usaron retóricas que traían a cuento el
sufrimiento y la amargura padecidas a raíz de las vicisitudes y dilaciones que solían
acompañar a los procesos.
El último capítulo da paso al estudio de las denuncias que los implicados en los
juicios levantaron contra lo que consideraban mal desempeño de los jueces, abusos de
poder o prevaricación. Como parte de aquella cultura jurídica-judicial, los actores estaban
lejos de actuar como ignorantes o ingenuos. Antes bien, recurrían a los “usos sociales de
la justicia”, en palabras de propio autor. Sabían moverse con más o menos soltura en las
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diferentes instancias que integraban el sistema judicial, con el objetivo de levantar quejas
contra cualquier juzgador o transgresión a la ley, amparados en los instrumentos que
ofrecía un discurso legalista que iba fortaleciéndose.
Tales estrategias de ningún modo eran inéditas. El derecho castellano contemplaba
disposiciones judiciales, al alcance de la mayoría, para reclamar contra actos de los
agentes reales que contravinieran una correcta impartición de justicia en temas de
protección a la vida, la propiedad y la honra. Para Brangier, a contracorriente de algunos
planteamientos historiográficos, estos mecanismos no desaparecieron con la cultura
jurídica ilustrada, que más tarde decantaría en principios “abstractos” constitucionales
(derechos ciudadanos y derechos humanos). Antes bien, el análisis detenido que hace de
las evidencias documentales demuestra que, frente al fortalecimiento de las narrativas
jurídicas liberales, los actores siguieron manejando y manipulando discursos en los que se
apelaban derechos e intereses concretos.
Aunque no es el propósito central de la obra, vale la pena resaltar que en ella se
hace patente que la metodología enfocada a analizar dinámicas locales, frente a las
crecientes perspectivas globales, no está agotada en lo tocante al tema de la justicia. En
sus páginas se explica cómo fue que, desde los juzgados locales, los reclamos contra
figuras de autoridad (basadas en el honor, prestigio o posición económica) sirvieron para
desestabilizar los términos de las relaciones jerarquizadas de poder. Esa “torcida
administración de justicia” se concentraba al menos en dos conductas. Por un lado,
abusos de vecinos que, convertidos en jueces, transgredían los deberes que la ley les
imponía, y, por otro, la vulneración de la figura del buen juez. En el ideario del Antiguo
Régimen estuvo muy viva la imagen del correcto magistrado como aquel que se mantenía
apartado de todo conflicto de interés dentro de su comunidad, ya fuera por vía de
contratos, ya por vínculos filiales. Con el avance del discurso legalista, tal ideario trasmutó
a la representación de un juez que evidenciaba rectitud en el exacto cumplimiento de la
ley. Era así que no sólo los conflictos entre litigantes surgían en entornos inmediatos y
conocidos, también sucedió lo mismo con los originados por el incumpliendo de la ley o
por los atropellos a las normas procesales vigentes.
Debo concluir diciendo que hay un aspecto que me parece podría abrir nuevas
rutas a futuras discusiones: la relación entre negociación y culturas jurídico-judiciales.
Como señalé, a lo largo de la obra se hace énfasis en la serie de estrategias, emociones,
intereses y expectativas usadas por quienes se vieron inmersos en juicios criminales, con
el propósito de sacar algún tipo de provecho. Víctor M. Brangier sostiene que eso les
permitió obtener sentencias absolutorias o suavizarlas. También lograron que los “malos”
jueces dejaran de conocer sus causas para que pasaran a mano de otros “idóneos”. Una
interrogante sobre la que se podría ahondar en otra oportunidad tiene que ver con los
alcances reales que tuvieron aquellas tácticas y lenguajes. En otras palabras, qué formas
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de ejercer el poder judicial no pudieron ser penetradas y modificadas si se quiere
parcialmente por la acción y decir de los justiciables, según sus propios intereses. La
pregunta no sólo es pertinente porque el siglo XIX latinoamericano significó un
contundente cerco contra el pluralismo jurídico. También lo es porque nos remite a la
actualidad de libro. En un contexto dominado por el derecho positivo, la aplicación
estricta de la ley constituye un talón de Aquiles de los sistemas judiciales en toda la
región. Antes como ahora, la impartición de justicia penal se vio trastocada por pactos
emanados de prácticas y costumbres arraigadas en el tejido social, definiendo los
significados de lo justo, así como los criterios para penalizar o no determinadas conductas.
MARIANA MORANCHEL POCATERRA3
3 Profesora-investigadora de la UAM Cuajimalpa. Profesora de Historia del Der echo Mexicano, Facultad d e
Derecho, UNAM. Actualmente Magistrada del Tribunal de Justicia Administrativa de la Ciudad de México.
Correo electrónico marmorpoc@yahoo.es
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