El vértigo horizontal

AutorJuan Villoro

Vivir en la ciudad: Los Niños Héroes

Juan Villoro

"¡Qué nacionalistas son ustedes!", me dijo una azafata colombiana mientras despegábamos de México un 16 de septiembre. La noche anterior había visto la ceremonia del Grito y estaba sorprendida de nuestra capacidad de expresar amor a la patria con cornetas y nubes de confeti.

La avenida más larga de la ciudad lleva el nombre de Insurgentes, en conmemoración de "los héroes que nos dieron patria". ¿Qué tan necesario era fundar México? A estas alturas, no tenemos grandes méritos con qué justificarnos en el concierto de las naciones. Todo mundo sabe que hacer algo "a la mexicana" es negativo, pero también sabemos que "México es lindo y querido". Como ya estamos donde estamos, más vale que nos la pasemos bien. Esta lógica nos permite apreciar a quienes tuvieron la desmedida ilusión de crear un país de grandeza no siempre perceptible.

En septiembre las calles se decoran con inmensos ensamblajes luminosos. Quienes diseñan con focos resumen un rostro a sus rasgos esenciales. El hombre de gran calva y pelo arremolinado sobre las sienes es Miguel Hidalgo; la mujer de poderosa nariz y chongo hierático es Josefa Ortiz de Domínguez; el de la patilla egregia es Agustín de Iturbide; el de cara redonda, tocada por un pañuelo, es José María Morelos.

La ciudad se llena de ideogramas de luz y el favorito de la mayoría suele ser la campana de Dolores.

De niño me entusiasmaban el descomunal despliegue de banderas, los coches con banderitas en las antenas, los rehiletes que giraban con identitario frenesí. La Comercial Mexicana hacía sus "ofertas de septiembre" y ponía el jamón de pavo a precios nacionalistas.

Estudiar en el Colegio Alemán me sirvió ante todo para apreciar el español. Durante nueve años llevé todas las materias en idioma del Sturm und Drang y la Blitzkrieg, salvo Lengua Nacional. El colegio había sido el principal centro de propaganda nazi del país y fue clausurado cuando México se unió a los Aliados. Entré ahí en 1960, quince años después de terminada la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de mis maestros había sido adiestrada en el nacionalsocialismo y algunos aún profesaban nostalgia por el Tercer Reich. Rudy Roth, condiscípulo mío, asistió a un campamento donde un maestro arruinó la reunión en torno a una fogata. De pronto aquel hombre severo, que hasta entonces había tenido un temple de hierro, comenzó a sollozar. Hay algo especialmente devastador en el derrumbe de una persona que consideramos imperturbable. El profesor lloraba sin alivio posible. Cuando alguien se atrevió a preguntarle qué sucedía, respondió: "Hoy es cumpleaños del Führer".

La rígida enseñanza en el Colegio Alemán me permitió entender mi idioma como un esquivo espacio de libertad que debía atesorar a toda costa. También me convirtió en alguien folclóricamente patriota, que anhelaba luchar contra los extranjeros y contra el misterioso "Masiosare" del que hablaba nuestro himno. Es fácil comprender que mis héroes favoritos fueran los cadetes del Colegio Militar que cayeron combatiendo contra Estados Unidos. Aunque las exigencias de la educación militar debían ser más fuertes que las de mi escuela, las idealizaba con narcisismo masoquista. No quería sufrir en nombre de las declinaciones alemanas: quería sufrir por la patria. Me maravillaba algo que nos había contado la señorita Muñiz, maestra de lengua nacional. Cada 13 de septiembre se pasaba lista en el Colegio Militar y se incluían los nombres de los seis cadetes que murieron en 1847. El profesor decía: "¿Agustín Melgar?", y la tropa infatuada respondía: "¡Murió por la patria!".

En clase memorizamos uno de los más...

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