Y todo por asistir a la Casa Blanca...

AutorSamuel Máynez Champion

Digamos, para empezar, que Granados está considerado como uno de los músicos españoles de más relieve en la historia y, acaso a la par de Isaac Albéniz, como el compositor catalán de mayor renombre (Granados vio la luz en Lérida). Empero, sin menoscabo del acierto de estas generalizaciones y para desdoro del orgullo catalán, Granados no tuvo ningún ancestro oriundo de Cataluña. Su padre era un cubano de extracción castellana y su madre, Enriqueta Campiña, nació en Santander. En cuanto al abuelo materno y a una de las bisabuelas de la misma rama, Antonio Campiña y María Migueleño, respectivamente, no se sabe mucho salvo que, y aquí está lo primero que nos concierne, eran originarios de la Ciudad de México.

Para proseguir en la senda de las vinculaciones es menester que delineemos los perfiles biográficos pertinentes (asentando de antemano que en Granados se manifestó un sino adverso en el que la fatalidad, las estrecheces económicas y la enfermedad -neurosis incluida- cobraron su cuota). Enrique no contó con un ambiente particularmente idóneo para el desarrollo de sus dotes -su padre era militar y su madre una ama de casa sin pretensiones culturales-, de ahí que deba deducirse que hubo una predestinación total hacia la música. Su acercamiento al arte acaeció relativamente tarde -nada que ver con la precocidad de Albéniz, quien tocó su primer concierto con sólo cuatro años de edad- y no fue bueno, al contrario, sino muy precario. Un cadete amigo de la familia tocaba la flauta y se ofreció a impartirle los rudimentos musicales. En poco tiempo, Enrique reveló una sólida vocación que demandaba una enseñanza más depurada. Apareció entonces, a sus once años, el maestro F. X. Jurnet, quien le impartió las primeras lecciones de piano en la Escolanía de la Merced en Barcelona.

Siendo aún adolescente quedó huérfano de padre y eso lo orilló a ponerse a trabajar como pianista de café, puesto que la pensión que recibía su madre viuda no alcanzaba para darle de comer a la prole que estaba compuesta por cinco hijos. El trabajo en el café no le gustaba, ya que era requerido para tocar los aborrecidos temas de ópera que complacían al dueño, y en breve fue despedido. Lo único bueno de ese empleo -aparte de las cien pesetas mensuales que percibía por cinco horas diarias de trabajo-fue que un cliente captó su extraordinaria musicalidad para después acercarse a su madre diciéndole que "lo que pasara con el chico era un asunto de conciencia", y que a toda costa...

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