Silencio y escucha
Autor | Javier Sicilia |
Todos los testigos directos del horror -pienso en particular en Primo Levi y Jorge Semprún- se han hecho una misma pregunta: ¿de qué manera narrarlo para hacerlo sentir a otros y suscitar en ellos una conmoción que evite repetirlo? La pregunta es más que nunca pertinente en México, un país atravesado por el horror, donde crueldades que se dieron y se dan en campos concentracionarios se llevan a cabo de manera dispersa y sistemática a lo largo y ancho del país. Lo es aún más porque después de tantos años de relatos e imágenes espantosas hemos aprendido a hacerlo parte de nuestra vida diaria.
Muchas son las respuestas. Yo he intentado algunas en estas páginas de Proceso. Me parece, sin embargo, que es Jorge Semprún, en La escritura o la vida, quien se aproxima a una de las más precisas. El problema, nos dice, no está en las narrativas. Toda la literatura está llena del mal y su horror. No se diga la literatura testimonial que nació después de la Segunda Guerra Mundial.
En México esas narrativas no han dejado de suscitarse. Desde el levantamiento zapatista hasta el reciente movimiento feminista y la multiplicidad de atrocidades que continúan cometiéndose, pasando por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y Ayotzinapa, el sufrimiento y el horror se han expresado con una claridad y una precisión omnipresentes. Ciertamente, han conmovido y producido sentimientos de terror, compasión, indignación y solidaridad. Pero es evidente también que los hemos olvidado y diluido en la banalidad de los acontecimientos de todos los días, como si eso fuera equivalente al anuncio de un dentífrico, a las ofertas del mercado o a las frivolidades de la política.
El problema, vuelvo a Semprún, es que toda narrativa, por más precisa y aterradora que se presente, no logra transmitir la sustancia propia del horror que las víctimas llevamos con nosotras y que Semprún define, paradójicamente, como "una experiencia de muerte". Las víctimas no vivimos el horror como un accidente o una enfermedad de la que sobrevivimos. Mucho menos como algo que le sucede o le sucedió a otros y nos aterra, indigna y conmueve por connaturalidad. No somos sobrevivientes de acontecimientos terribles de los que escapamos "porque no nos tocaba" o porque "esas cosas le suceden a otros". Somos, dice Semprún, revenants. La palabra no tiene equivalente preciso en español, pero define a alguien que volvió de la muerte y la trae consigo; alguien que vivió su horror en un ser amado, es...
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